El legado de la sonrisa

Pensar en Ronaldinho es como abrir el baúl de los recuerdos. Es sacar el polvo y regalarte los nervios que sienten los niños en las primeras veces. Las imágenes empiezan a flotar en tu mente, una tras otra. La chilena ante el Villarreal, el gol de falta ante el Werder Bremen, la cuchara hacia Messi, el gol del viaje iniciático ante el Sevilla y, por supuesto, el gran baile en el Santiago Bernabéu. Un recuerdo tras otro. Los suficientes hasta dibujarte en el rostro la sonrisa con la que apremiaba.

Ronaldinho te invitaba a bailar, contagió a toda Barcelona. Era el ritmo que escribió en la espalda de miles de camisetas blaugrana, era la samba con la que bailaban niños -y no tan niños-, vestidos con unas bambas de lengüeta que llevaban su firma. Fue -y es- ante todo, el gesto universal de levantar pulgar y meñique. El brasileño iluminó el Camp Nou en plena madrugada. Su primera vez. Eterna primera vez.

Nadie brillaba tanto como él, nada se hacía tan largo como las semanas sin partidos de Champions League. Los encuentros eran el tiempo que pasaba hasta que Ronaldinho se encontraba con el balón: un no look pass, una bicicleta, una elástica, una rosca en una falta. Era magia. Era el “dibuje, maestro”, sobre un lienzo en blanco que se entregaba ante él. Una vez su padre le dijo que la creatividad le llevaría más lejos que el cálculo, tal como reconoció a Panenka. Lo tomó como forma de vida. Fue un creador, como lo es un pintor, un músico, un escritor.

Cuando la luz del Balón de Oro se reflejó en su retina, la nube con la que llegó a los cielos empezó a desvanecerse. Las noches, que tanto le dieron -y tanto nos dejaron- empezaron a teñirse de un color demasiado oscuro. La luz ya no pudo vencer. El reloj de arena se consumía, granito a granito, como también lo hacía la esperanza del Camp Nou, que convergió en impotencia.

Ronaldinho trascendió el fútbol, su esencia llegaba más allá de la línea de cal. Por eso la caída fue tan dura. Se fue mucho antes de lo que pensábamos, con un último big bang en Copa Libertadores. Ahora es solo recuerdo porque nos obligamos a quedarnos hipotecados en el pasado. Primero el apoyo al homófobo y racista Bolsonaro. Ahora, entre rejas. Es el sueño de cualquier activista enfrentado con el sistema o el espacio en el que merecen estar otro tipo de personas, no el ingeniero de sonrisas. La cárcel es otro punto que negamos. Un ayer que le investiga, como canta Residente, un hoy que aparta su mirada para anclarse al pasado.

Ronaldinho ofrecía la belleza de sus obras como acto de supervivencia propio, pero terminó sucumbiendo y aquella sonrisa, menos brillante, fue lo único que persistió. Ha caído más bajo de lo que puede caer un futbolista, un ídolo. Porque esta distinción -la de ídolo- la puede tener una madre o un abuelo, pero no un futbolista. Seguiremos viviendo en el espejismo de que nada malo ocurre o ocurrió, nuestro recuerdo quedará anclado en un eterno 2006. “Ahora mismo hay sufrimiento, dolor. No lo aniquiles. Y con él, el placer que has sentido”, reflexionan en Call me by your name. El placer es la sonrisa y eso es lo que quedará.

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