El FC Barcelona es muy parecido al treintañero que sale de fiesta. Encara con mucho más optimismo los principios que los finales. Envalentonados, el conjunto de Setién agradeció la nueva normalidad en un Sánchez Pizjuán que suele poner en aprietos a cualquier rival. Sin público, el Barça salió a imponer su ritmo y su plan con una autoridad prácticamente desconocidas durante esta temporada. Sin De Jong ni Sergi Roberto, Setién recurrió a su XI más valverdiano, con Rakitic y Vidal escoltando a Busquets y las piernas del danés Braithwaite para paliar la lentitud de sus acompañantes a campo abierto. Pero las noches son muy largas y el Sevilla es perro viejo. La resaca era inminente. Y, tras el «cooling break» el FC Barcelona empezó a notar los efectos de su optimismo desenfrenado.
El partido empezó con un Barça imperial. Como si, tras mucho tiempo sin reconocerse en un espejo, se viese esbelto y poderoso. Busquets flotando, atendiendo siempre al primer toque y con sentido las necesidades del equipo, Rakitic jugando en casa, sin miradas inquisitivas, relajado y funcional. Hasta Semedo parecía otro, sin perder ningún balón durante la primera media hora, funcionando, encajando en un organismo que se movía y fluía. El Sevilla de Lopetegui se resguardaba en su triángulo Koundé, Diego Carlos y Fernando, incapaces de juntar tres pases. La presión de los de Setién era atinada, y servía a modo de intimidación. La posesión, segura y sin estridencias, no terminaba de romper el bloque bajo del Sevilla y presentaba un problema evidente. Exigía a Messi ser centrocampista y delantero a la vez y esto es algo inviable a sus 33 años.
Y, como siempre, un reto. La profundidad. Si ante el Leganés fue la agilidad y desparpajo de Ansu, ante el Sevilla debía ser Martin Braithwaite quien la diese con su velocidad, atacando el espacio entre central y lateral. Pero el Barça, pese a estar jugando con fe en lo que hacía le faltaba dar ese pase más vertical, más rápido, más atrevido. Como si la posesión llevase escondida una debilidad que valía más no presentar. A pesar de que todos estuviesen cumpliendo con su plan, le seguía faltando algo al FC Barcelona, que tocaba y tocaba sin terminar de girar a un Sevilla concienciudo. Hasta la media hora. Una vez Ocampos y Navas empezaron a ganar metros, el FC Barcelona notó el hedor de su propio miedo, el de un equipo que sabe que, si le giran el guion, tiene pocas papeletas para reponerse.
Marc André Ter Stegen es cada vez más futbolista que portero. Un jugador dominante, que activa el primer pase y enseña siempre el camino con su primer gesto. Abre espacios con facilidad, detectando las zonas blandas de los rivales, atacándolas con precisión quirúrgica. Y, luego, por si se nos olvida lo enorme portero que es, pone los brazos como si fuesen dos barras de acero para parar lo que, en otras circunstancias, hubiese terminado hundiendo su mano ante el poderosísimo golpeo de Ocampos. El Barça tiene en el alemán una ventaja competitiva clara, una que permite que Busquets viva en su zona, que alivia al equipo. Pero el Barça no puede mentirse, o no más.
Y es que las virtudes mostradas durante el partido, sobre todo durante el primer tramo, no escondieron los defectos que este equipo tiene, y que muy a pesar de Setién son algo inherente, indivisible. El Barça es un equipo cansado, lento, que sufre para combatir cambios de plan, demasiado dependiente de Messi en el último tercio. Sin Ansu, que es el único que tiene frescura y capacidad para generar con balón, el Barça chocaba siempre en la misma piedra. Fue, en realidad, un partido ya narrado, ya jugado.
La buena noticia para Setién es que el Barça puede vestirse de equipo aristócrata, de fútbol prominente. La mala es que todo forma parte de una noche que se alarga como un chicle ya masticado, que un equipo treintañero no puede salir de fiesta como uno de veinte. Los vicios y defectos son prácticamente incorregibles y el Barça debe aprender a convivir con ellos antes que hacer ver que son algo pasajero. Hasta para Messi pasan los años.