Los discursos tienen poderes ilimitados, porque impactan directamente en el terreno de la imaginación. La estimulan. Y, una vez empieza todo este proceso, es muy difícil pararlo. Por eso el discurso en el fútbol es más efectista que efectivo, porque normalmente va ligado a un intento de generar una ilusión, una expectativa que sirve como excusa durante cierto tiempo, que concede tiempo al tiempo y te aparta de las miradas inquisidoras. El fútbol se entiende mejor desde el hecho aunque el discurso sea lo que nos mueva a todos. Y en el FC Barcelona ha habido dos tendencias opuestas en estos últimos tiempos encabezadas por dos técnicos antagónicos: el pragmatismo valverdiano y el fútbol del discurso setienesco.
Cuando Ernesto Valverde llegó al FC Barcelona en verano de 2017 se topó con dos realidades: por vez primera en su larga trayectoria como técnico estaba delante una oportunidad histórica; ganar. La segunda es que el equipo había perdido a Neymar Jr. y, con él, se había resquebrajado la MSN, que venía siendo no solo el eje creativo y resolutivo del equipo, sino su marca. Valverde llegó y el Madrid, reciente campeón de Europa y Liga con un equipo impresionante, zarandeó al Barça de la forma en qué se zarandean aquellas cosas netamente inferiores. Sin Neymar, con Paulinho, Gerard Deulofeu, André Gomes, Denis Suárez, Lucas Digne o Aleix Vidal. Ousmane Dembélé lesionado y Philippe Coutinho sin poder llegar. Este era el panorama.
Valverde, ante un horizonte francamente desolador, activó lo que conocemos como «pragmatismo». Perfil bajo, una autoconsciencia que le hacía no caer jamás en frases grandilocuentes, sino que procuraba que todo siguiese mejorando lentamente. Valverde jamás tuvo aspiraciones de trascender en nada. No quería ser recordado por juntar cuatro paredes en la frontal del área, por hacer debutar media Masía o por un juego brillante, defendiendo eso que conocemos como «estilo» – y que sigo sin entender, en muchas ocasiones, qué es-. La única aspiración que tenía era la de ganar. Por primera vez en su vida estaba ante la oportunidad real de hacerlo. Y ganó mucho. Dos ligas, una Copa del Rey, una Supercopa de España y estuvo a 45 minutos en Anfield de una final europea. Un bagaje que, viendo las dos últimas temporadas del Barça antes de su llegada, era más que notable. «Pero no jugaba bien». Y ante esta frase, el equipo fue empequeñeciendo, porque el rol de Valverde era el de gestionar una inercia ganadora de una década, la de estirar rendimientos ya conocidos y procurarles un espacio habitable. Valverde gestionaba el talento, no lo fomentaba.
Valverde dispuso de una estructura sólida pero sin altivez, un equipo en el que todos remaban en la misma dirección, o eso parecía, y en el que lo más importante – y esto es interesante remarcarlo- fue anteponer el reconocimiento de tus propias debilidades antes que las virtudes. Valverde siempre pensaba en cómo disimular aquello que era ya indisimulable: la lentitud, la falta de desborde, la manca de recursos ofensivos. Lo hizo diciendo siempre exactamente lo mismo y, quizás por eso, cuando se fue lo hizo sonriendo, porque reconocía en la plantilla una debilidad incorregible, porque entendía el entorno mediático y social de un club en el que los aficionados no tardarían en querer que el que llegase lo hiciese mejor, aunque Valverde, sonriente, sabía que sería difícil.
Setién comparte una semejanza con Valverde. A sus más de 60 años está, por primera vez, ante una oportunidad real de ganar títulos. El Barça es tal que implica que aún haciendo muchas cosas mal o sin que te salga nada, algo puede caer. Setién llegó con una diferencia palpable. El discurso. Amante de Cruyff, se dejaría cortar una mano o un dedo – dependiendo del día- por haber sido entrenado por Johan, un técnico que defiende el estilo por encima de todo y que, en su presentación, aseguró que «sus equipos juegan bien». Valverde, ya en casa, con una barba contundente y envuelto en silencio, se partía la caja. Sabía que, con este equipo, esto es relativo. El Barça, como dije en la última crónica, encara con optimismo los inicios porque sabe que los finales son muerte asegurada, porque no tiene ritmo de equipo grande. Ya no. Pueden jugar bien, pero a ratos. Setién dijo que haría lo que «me diga el corazón», abriendo una veda en la que los amantes del estilo se veían con Riqui Puig y Ansu jugando cada domingo. Setién no sabía que el corazón, en el equipo de Leo Messi, no sirve de mucho.
Porque al final, a grandes rasgos, este Barça «juega igual». Setién ha tocado la pizarra, ha mejorado la salida de balón, ha cambiado cosas. Muchas. Pero la esencia, ese «algo» que acompaña al equipo, que lo envuelve, es lo mismo. La lentitud, la falta de creatividad, ese Rakitic/Vidal que muchos no quieren ver pero que sigue ahí, quizás como prueba de que Valverde tenía razón. De que en realidad él siempre lo supo. Este Barça ya no está para discursos, para retórica futbolera, sino que solo se reconoce en el pastoso pragmatismo. En una reducción del estilo que pasa solo por Messi, reconocedor de todo cuanto le rodea. Y esto, claro, Setién no lo sabía.
Llegó al club del estilo y del discurso sin reparar que el FC Barcelona lleva muchos años instalado en una alergia inherente a la palabra, que solo quiere ganar, que se fichó a Vidal quien aseguró que le daba igual ganar Ligas porque solo quería la Champions. Se había aburrido de ganarlas. Vidal como metáfora del sueño de un club que ya no se reconoce.