Comunica(entrena)dores. La desproporcionada exposición mediática que padecen —o disfrutan, según se mire— los clubes de élite hace que la figura del entrenador sea hoy más poliédrica que nunca; la labor principal del técnico dejó de ser hace tiempo la de repartir petos entre titulares y suplentes o la de gestionar las heterogéneas cabezas y piernas que componen un vestuario. Ahora, además de velar por la preparación técnica, táctica y física, el míster moderno es portavoz universal de toda una institución que le empuja con asfixiante frecuencia a comparecer ante los focos. Mientras los futbolistas hablan cuando, donde y con quien quieren, el entrenador ha de lidiar con una docena de ruedas de prensa al mes en las que cada silencio hace ruido, cada murmullo alimenta corrillos y clics y cada respuesta consta en acta. Los hay temperamentales como Luis Enrique, líderes espirituales como Simeone, tótems sociales como Klopp, maestros de la oratoria como Mourinho o despistados aparentes como Zidane, tan inteligente como para saber hacerse el tonto ante las cámaras mejor que nadie. Saes.
Cantabria, tierra de nadie. El francés le va ganando el tête-à-tête liguero a un Setién que no acaba de definirse ni en la pizarra ni ante el micrófono para decepción —profunda e irreversible, me temo— de la parroquia barcelonista, que quiso ver aire fresco e ideas renovadas tras su abrupta y televisada llegada. En enero escribí que Quique «aterriza en un vestuario alicaído para devolver automatismos, frescura y propuesta con un librillo bajo el brazo que sobre el papel casa a la perfección con la identidad del club»; lo cierto es que el impulso cruyffista duró un par de partidos que dejaron paso a la preocupante indefinición de este Barça híbrido, vivo retrato del cántabro. En algún momento y sin que nadie nos avisara, el discurso pasó de «mis equipos juegan bien» y «moriré con mis ideas» a «si saco a cuatro chavales y no ganamos, me echan». Aunque nunca sabremos qué habría ocurrido si el míster que participa en los rondos hubiese zarandeado con decisión a una plantilla con más galones que gasolina, el curso se cerrará con la amarga sensación de la oportunidad perdida. De sí, pero no. De otro auditor en el banco.
No, cuelga tú. Mientras tanto, Barça y Madrid se persiguen sin saber quién hace de gato y quién de ratón en esta Liga a la baja. Los culés ya afrontaron la pausa pandémica siendo líderes sin querer y ahora los blancos parecen haber tomado la cabeza de puntillas, en la nocturnidad desestructurada de partidos que se suceden a todas horas como gotas que van colmando un vaso que echábamos de menos. Las jornadas desaparecen del calendario como bombones en Adviento. El cooling break llega siempre en un mal momento. Está todo muy raro, los partidos de mi equipo me pillan desprevenido y tengo que echar el cuerpo encima para que el disparo no se marche por encima del larguero como le ocurrió a Suárez en Sevilla. Si me levanto optimista creo que a los de Setién les sienta mejor situarse medio paso por detrás y esperar un día tonto de los de Zizou en el que la tostada tecnológica caiga por el lado sin mantequilla; pero si se alarga una siesta veraniega y me cambia el humor no encuentro motivo o partido alguno para soñar con un pinchazo madridista. Anhelo el sorpasso, pero no sé cuándo quiero que ocurra.