Arthur Melo creció como tantos otros niños en el mundo enamorado de una idea, de una forma de jugar. Consciente de la imposibilidad de plagiar a Lionel Messi, su fijación fue Xavi Hernández, el más humano de los más buenos, el centrocampista que más devoción ha presentado por la pelota de los que hemos conocido. Creció en Brasil, lejos, muy lejos de Barcelona. Pero la distancia fue un punto a favor. Lejos del ruido mediático absorbió todo lo que pudo, como una esponja. Quería ser Xavi y hasta cuidaba el más pequeño detalle, obsesionado por los giros, los controles en corto, el amasar el balón con mimo. Llegó a Barcelona sin que el gran público supiera de su existencia y bastaron tres toques y un par de piruetas con el balón para que, de repente, todo tuviera sentido. La espera, el largo tiempo en el túnel sin luces, las dudas, el miedo. Arthur se presentó como el nexo entre la idea, o lo que quedaba de ella, y el juego. Pero, como tantas y tantas cosas en este club, Arthur se ha apagado porque nadie dentro de la institución, o muy pocos, supieron ver su luz, sino que se fijaron en sus sombras.
Escribía David Foster Wallace que «todos estamos solos por algo que desconocemos, por eso pasamos toda la vida esperando a alguien que ni siquiera conocemos». Arthur esperó algo que jamás sucedió. Y seamos honestos, con Melo ha sucedido lo que, a gran escala, sucede con el club. Arthur es la personificación de un mal endémico y flagrante que azota todos los estamentos del Barça. Para resumirlo bastaría con decir que el FC Barcelona Bartomeuista es un club obsesionado en las apariencias, no como forma de camuflar, sino de vivir. Las usan porque debajo la corteza superficial de su gestión no hay nada. No hay discurso ni proyecto. Arthur, pues, fue un peón. Un jugador que vendría a ser el sustitutorio de un plan, como lo está siendo De Jong. Se fichan para calmar el vacío. Melo se va, básicamente, porque costó 50 millones menos que Frenkie. Porque es más fácil. Su marcha, además, es cruel y patética, obligando a un jugador prometedor a abandonar un sitio del que creció enamorándose y del que quería enamorarse aun más. Quique Setién, que acaba de aterrizar, no ha podido sino acompañar el discurso vacío de los mandamases, y nada lo ilustra mejor que esos escuetos minutos en Balaídos, Arthur con el rostros triste. Jamás fuimos tan tristes viéndole jugar. Arthur solo podía ser él mismo.
Pero hace tiempo que en el FC Barcelona importa más encontrar reminiscencias del pasado en el tembloroso presente que no construir algo distinto. Quizás por la extraña necesidad de una junta deshauciada de querer parecer que son algo que hace tiempo que no son. Hace tiempo que el Barça es un club instalado en la apariencia, como en un teatro. Y eso no hace más que enfatizar el demente vacío que hay. Arthur fue el intento absurdo de recuperar algo que no sabían ni que era y la moneda de cambio fácil, asequible, el peón al que poder mover para salvar su posición. Ha sido siempre un juguete en manos de una junta a la que al fútbol le importa entre poco y nada.
La pérdida de Arthur no es dramática futbolísticamente hablando si detrás de ella hubiese una idea clara. Si desde el club se creyese en Carles Aleñà, Riqui Puig o Àlex Collado. La llegada de Miralem Pjanić, que viene de cuajar una temporada muy en desacorde con el nivel que en 2018 lo empujaban como uno de los mejores mediocentros del mundo, no es una mala noticia, pero sí que es extraña, pues se suma otro centrocampista de base de la jugada en el equipo más plano y horizontal de los últimos tiempos. Son decisiones afutbolísticas, poco tienen que ver con el balón y mucho con la cartera, pero al final todo tiene que pasar por el revestimento del relato. Arthur ha sido, esta campaña, el centrocampista que más y mejor ha entendido las necesidades del FC Barcelona cuando ha jugado. Ha crecido en campo contrario y ha ganado en madurez y agresividad, siendo aún muy joven ha enseñado que el conservadurismo preciosista que nos había enseñado la pasada campaña tenía más niveles. Pero hay oscuros. Su pubalgia, asociada a un tipo de vida incompatible con la élite, su irregularidad y, aún, su falta de valentía y lectura. Muchos querían que dejase de ser Arthur para ser Xavi. Y esto es una trampa.
No éramos pocos los que hace justo un año babeábamos con la posibilidad de juntar al bisoño centrocampista brasileño con el holandés que estaba por llegar. Frenkie, Arthur y Sergio Busquets para recuperar algo, el estilo decían algunos, la credibilidad argumentaban otros. Nadie reparaba que los problemas de este equipo van mucho más allá de un simple lavado de cara, necesitan de una operación con anestesia general. El contraste de lo que supuso situar dos interiores dinámicos, jóvenes y con ganas de demostrar su valía terminó chocando frontalmente con el quehacer de un grupo de jugadores envejecidos, acostumbrados a imponer su ritmo pastoso. Dentro del Barça había más de un equipo, y no funcionaban. El FC Barcelona hace tiempo que solo se reconoce en el desastre, en una continuo vacío que no hace más que aumentar la sensación de abandono, de pérdida. Y lo peor es que con el tiempo se distorisona lo que había antes del vacío, y ya nadie sabe lo que añoraba. Solo queda la nostalgia y una añoranza terrible, y es un sentimiento cabrón porque lo viste todo con tintes rosados, cuando lo que hay detrás es negro, muy negro. Arthur se iba de Balaídos viendo como el Barça pedía a gritos su presencia, pero ya es tarde. No hubo mejor metáfora que aquella. Y, por desgracia para el FC Barcelona, siempre tienen el mismo tinte. Y el mismo final.