El Barça mató muriendo

Fue una muerte dulce la el Espanyol en el Camp Nou. No hubo violencia, ni siquiera pátina de furia por parte del FC Barcelona. Perecieron, sin más, una historia que no tuvo el aliento del público, juez cruel en este tipo de desenlaces, aunque sí petardos, como gritos sin voz de aficionados que vitoreaban la muerte de unos, aunque el FC Barcelona lo estuviera durante gran parte del partido. Porque los de Setién saltaron al Camp Nou enfunfados con la confianza que da la distancia sideral en la clasificación y la creencia de que el Espanyol, tan cerca de la guillotina, entrarían en pánico en un estadio demencialmente colosal como el Camp Nou. Pero nada de esto se dio. Solo una calma tensa, un prolegomeno aburrido y tristón que acabó de la misma forma que empezó. Una muerte anunciada.

Repetía sistema el Barça. Lo bueno no se toca y Setién, que ha estado inmerso en un mar de dudas en estos cinco meses, no dudó en apostar por lo que le llevó a escuchar los primeros halagos compartidos, algo terriblemente complicado en un sitio como el Barça, donde distintos grupúsculos se amontonan, cada uno con su visión definitiva sobre el asunto. 4-3-1-2 con dos novedades. Rakitic por Arturo Vidal y la posición de Leo Messi, esta vez «haciendo de Messi», con un Griezmann más estático, menos móvil que el otro día. Pero el rival, consciente, premeditó un plan que como objetivo tenía tapar el centro y regalar las bandas en señal de guerra. El Espanyol moriría haciendo morir al FC Barcelona en sus propias miserias, un equipo condenado por su lentitud, su fútbol frío y rígido, como ausente. Un Barça que no arriesgaba lo más mínimo mientras el Espanyol, perpetrado en su muralla, salía a hurtadillas para acometer con rabia la portería de un Ter Stegen que si pudiese jugaría de centrocampista.

Para eso ha quedado la temporada del FC Barcelona. La derrota y posterior hundimiento del Espanyol como retrato de la realidad de un club que vive más pendiente de lo ajeno que de lo propio, quizás porque en su núcleo no hay nada más que la nada, y ante esta imagen epifánica y dura no queda sino obviarlo y fijarse siempre en los demás. El Real Madrid, el VAR o el Espanyol. Dianas en las que sostener la frustración, en las que verter la impotencia de generar algo singular. Algo propio. El descenso del Espanyol se anunciaba desde hacía semanas, pero el FC Barcelona se lo hizo suyo, como trofeo. Pero el partido fue algo decrépito, con un ritmo plomizo, pases sin intencionalidad y regates que brillaban por su ausencia. El atrevimiento se congelaba en el banquillo mientras los titulares se movían como en un baile a cámara lenta. El Espanyol tenía las ocasiones y el Barça el relato.

Ansu Fati tiene nervio. Tanto que al cabo de cuatro minutos de su entrada tuvo que irse otra vez, expulsado, tras una plancha peligrosa. El chaval no entiende el fútbol como un ejercicio de supervivencia vietnamita, sino como algo expansivo y alegre. Se mueve y corretea como si le fuera la vida en ello. Se abría el partido pero solo en un instante, porque apenas dos minutos después, Pol Lozano corría la misma suerte tras una escalofriante entrada sobre Gerard Piqué. Tabula rasa y 10 contra 10. Sin tiempo para corregir o lamentarse, Luis Suárez enfilaba portería como siempre, con esos goles tan suyos, hijos de un olfato y una precisión quirúrgica para estar en el sitio adecuado. Cada gol de Suárez le regala oxigeno a unos pulmones vacíos, carentes de vida, pero en los que siempre hay rescoldos de grandeza.

El gol; de rebote, feo, destartalado, el partido; lento, espeso, sin aparente ritmo. El descenso; consumado, avisado, inevitable. Y el Barça, como siempre en estos meses, fijando su (carencia de) fútbol en una diana ajena. El Barça mató al Espanyol sin darse cuenta que lleva meses muerto.

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