Segundas partes. En plena recta final del confinamiento apareció una idea que me resultó llamativa y refrescante; las segundas primeras veces debían marcar la progresiva vuelta a la rutina y aportarnos una brizna de consciencia y disfrute para, a sorbos y en pequeñas dosis, retomar el mundo donde lo dejamos. Abrazos, terrazas, balón. Aunque sonaba y suena bien, la teoría se empeña en mantener la distancia social con la práctica y al final admito que no ha sido para tanto. Lo del balón, me refiero. Escribió Juan Tallón que «unos tendrán la sensación de que todo lo anterior se borró, otros que se almacenó, otros que simplemente pertenece a la vida número uno, y ahora estamos en la vida número dos». El curso futbolístico se vio segmentado en Apertura y Clausura y con Barça y Madrid al trote y compartiendo discontinuidad y errores en la vida número uno, todos aceptamos homenajear a Luis Aragonés y que el título se decidiera en el formato maratoniano y concentrado de la vida número dos.
Nunca fueron buenas. La ilusión por volver a vestirse de corto le duró al Barça —abróchense los cinturones— la friolera de una jugada, la primera de la nueva normalidad azulgrana que concluyó con un testarazo de Arturo Vidal en Mallorca. Desde entonces, cada encuentro ha resultado más largo que un día sin pan, cada pausa de hidratación nos ha dejado secos por miedo a presenciar un motín televisado, cada segundo tiempo ha supuesto un Tourmalet que tocaba escalar en plena pájara y cada balón dividido ha sido un mal trago de pesimismo e impotencia. Para esto mejor no haber vuelto, nos han forzado a exclamar con menguante enfado y creciente lástima. No sé si es la primera primera vez que me ocurre, pero he sentido pena viendo a los míos. Ya es mala suerte que mientras todo el mundo encontraba inspiración y motivación viendo The Last Dance, los de Setién ni afilaron el hacha ni han sido capaces de cortar el árbol de La Liga. No cabe duda de que ellos no han vuelto siendo mejores, todo lo contrario.
El último que cierre. La mejor noticia del verano es que esta Liga —que injusta y tendenciosamente hemos bautizado a la baja desde la óptica culé, aunque quizá no cuele— termina por fin en Vitoria. Qué alivio. El balón, que tanto habíamos echado de menos, nos dará un merecido respiro para poder anhelarlo pronto con olvidadiza terquedad. Cada partido del Barça es ya una paradoja entre lo intrascendente y lo crucial; si la imagen de la convocatoria slim fit recordó a una esquela deportiva, una derrota ante el Alavés podría certificar la defunción del proyecto Setién, cuyas recientes declaraciones empiezan a rimar con convento. En tres semanas el Nápoles de Maradona y Careca visita un Camp Nou maniatado que no puede usar los pañuelos ni para protestar ni para llorar un equipo desnortado y exhausto. Se sudará tinta para obtener una invitación a la novedosa Final Eight sin que los futbolistas tengan claro a día de hoy quién les comerá el coco en la banda durante la pausa de hidratación.
Hasta nunca, Liga del virus.