Lucecitas para tiempos plomizos

FUEGO A DISCRECIÓN |  Jorge Ley

Echo de menos el ambiente en los estadios. Más si hablamos de la Copa de Europa, que ahora mismo parece una gran verbena en la que hay de todo menos gente. Teniendo incluso payasos y llorones. Mentiría si dijese que el Camp Nou sería una caldera, a lo argentino, a lo napolitano, que son lo mismo, de haber público en las gradas. El ambiente suele ser de cava y champán, que van cayendo durante los 90 minutos mientras a uno lo van arropando turistas japoneses como si estuviese dentro de un anime. Ahora mismo nos los imaginamos arrojando sus recién compradas bufandas al aire, por cierto, y hacemos bien. A esa buena gente lo que los conecta a la vida y al campo es el eco ensordecedor de los pasitos de Messi, al que descubrimos con 33 años dejando salir un bisonte de arma de destrucción masiva como si se tocara el pecho y soltara a su espíritu animal. Messi tiene más trucos que un trilero, que viene de ser actor y juego.

Así se metió en el área; dando tumbos como un borracho y moviendo la pelota cosida al pie, siguiendo los cánones, mientras caído en el césped y rodeado por las adversidades controlaba los designios de la situación igual que el protagonista de un cliché hollywoodense, así alejó los demonios que suelen acechar las aventuras europeas de los culés y le colocó a Ospina la cara de Origi. De Manolas. Pobre hombre, llegó portero y una vez partió el tren se convirtió en fugitivo. De allí que las arremetidas del futbolista trampa fueran violentas. Primitivas. Las que iban dentro y las que no. Al arquero colombiano, target entre targets, ya solo le faltaba que cayera cerquita del área chica un rayo de inspiración divina, fruto de las broncas del 10. Porque en cada gesto de Messi se adivinaba la intención de romperle el arco y para cuando corría el segundo tiempo ya rondaba la sensación de que para los restos no habría porterías suficientes.

No hubo mucha historia. Lenglet había castigado ya a los de Gattuso cuando los futbolistas del Barça vivían más pegados al trasero de Ter Stegen y la portería rival parecía tan lejana que en un ataque de personalidad igual Setién te la iba a buscar hasta San Paolo. Una travesía en la que, además de Messi, solo parecía empeñado Frenkie De Jong, que anoche vivió una de esas locuras existenciales por las que más de uno lo veía cargando la batuta de los locos bajitos. Con todo el campo virgen por explotar como si fuera niño explorador fue a encontrar oro a la espalda de los Zielinski y Ruiz. Era como si, ¡por fin!, alguien le hubiese descubierto las praderas. Y su espíritu fue tan libre que lo agradeció hasta Messi, al que sirvió un pase medido con una finezza tal que debió encandilar al mismo Gattuso, que ahora va diciendo lo mucho que extraña el otrora juego culé. Ese gol, pues, con el que había liquidado la pulga fue anulado y hubo que esperar a Luis Suárez, en concreto, al penal marcado por Suárez, genialidad mediante del futbolista trampa.

Hay quien pensaba que el descuento de Insigne, poco después, levantaría la épica y, sobre todo, la estética de un partido ganado en decadencia. Eso es desconocer a este Barça. Cuyo permanente ritmo cansino le tocará medirse con un Bayern al que, si lo tocas, quema.

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