FUEGO A DISCRECIÓN | Jorge Ley
Quizá lo más dramático que se pueda escribir de la penúltima debacle del Barça en la Copa de Europa (8-2) es que se antojaba perfectamente previsible. Tanto en la superioridad futbolística, mental y hasta física del rival, que fue un espectro al que perseguían, sombras, los futbolistas del Barça, como en el apartado estadístico, que es un libro en sí mismo. Fueron 8, pudieron haber sido 10 o 6 y nadie tendría el derecho a sentirse particularmente sorprendido. A lo mejor estafado. Y allí sí habría razón de sobra. Les han arrebatado su club y lo han ido desarmando día tras día, en notable trabajo de orfebrería, unos sujetos incapaces de concebir planes que duren más de un telediario y que solamente son efectivos e implacables si se trata de practicar la aparatosa tarea de demolición. Lo del Bayern no fue sino el reflejo exterior, público y, sobre todo, impúdico de lo que sucede al interior desde ese infausto verano de 2010. Si quedasen resquicios de dignidad, de respeto por el club, pues, Bartomeu y los suyos tendrían que dimitir antes de que los dimitan. Antes de que la presión pública, de haberla en todo su esplendor, los haga saltar por los aires. Así podrán salir, al menos, con una foto decorosa al final de un mandato lisérgico y corrosivo.
Da Luz se sumará al trío de las vergüenzas consecutivas de Turín, Roma y Liverpool. De esta, cuando menos, tendremos la amarga constatación de que apenas dio tiempo para levantar expectativas y esperanza entre la afición. Con los futbolistas apenas saliendo del vestidor, la trituradora que se montó en tres tardes Hans Flick le comenzó a tocar al Barça su punto S, que es como tener un botón de autodestrucción a merced de tus enemigos. No es buen negocio. Cada vez que el Bayern organizaba una fiesta por ese costado derecho, Sergi Roberto se convertía en presa fácil del ritmo infernal de quien se pasara por allí, y del pobre Semedo, que no sabía si iba, si venía o si, de casualidad, todavía existía. Pero estaba allí y disponible para regocijo contrario. La otra banda, de Alba y Vidal, se extravió en alguna parte de Lisboa y se presentaron en sociedad los gemelos desahuciados de estos dos buques insignia del setienismo, que es lo que quedará paradójicamente de esta etapa atropellada que alguna vez prometió algo: Una traición a los principios, una puñalada a la competitividad mínima exigible.
La defensa del Barça fue el pobre mendigo desnudo. Cosa por la que brindaron en éxtasis Alphonso Davies y Joshua Kimmich, que planearon como objetos voladores no identificados mientras Müller, de profesión desquiciado, hacía de electrón libre, apareciendo sin parar por todo el frente de ataque como si fuese una alucinación colectiva. Ya no lo detectaban Piqué ni Lenglet, que ni siquiera tuvieron la oportunidad de hacer de bomberos ante un demente que les había dejado en pelotas. El Barcelona se había ido del partido y se estaba yendo de su propia dimensión. La mayor prueba del sismo fue ver a Ter Stegen entrando en cortocircuito, desde el arranque, como si le hubiesen sacado un tornillo. Lo mismo que a Busquets. Parecía que, como Scrooge, habían visto su entierro. Y ante el latifundio, que era toda la mitad del campo culé, Thiago Alcántara montó un circo en el que se puso a dominar tiempo y espacio. Años atrás quedaron los prejuicios inacabables del futbolista que no jugaba sino hacía virguerías, propias de un prodigio a media cocción. De un producto fallido.
Ahora ese mismo equipo que le mostró, en inolvidable maniobra burocrática y a modo de ahorro, la puerta, le puso una alfombra roja. De repente Thiago fue el símbolo de una gestión deprimente y rencorosa que venía a cobrarte y, peor aún, decirte «gracias». Y en esas vendettas, en las aproximaciones de Gnabry y Perisic, que fue como si cayeran una lluvia de cometas, el Barça seguía en franca deconstrucción. A tal punto que lo raro es que no acabaran sobre el campo 11 fetos. No había una vía de oxígeno para Messi, para Griezmann y ya no hablemos de Suárez, que perdió una vez más la dolorosa partida contra sí mismo. La evidencia mayor del agarrotamiento total del colectivo fue que el Bayern colocara su retaguardia en el frontón y no se percibiera ahí, salvo en 5 minutos de subidón inicial, un riesgo de vital importancia. Y aún hay gente preguntándose por los motivos de no sé qué recurriendo a melancolías filosóficas. No, no. Es sencillo. Si te ponen una máquina de matar en la puerta de casa, claramente expuesta, y no atisbas el mundo de posibilidades detrás de ella teniendo la mayor amenaza conocida por el hombre, lo normal no es que te derriben. Lo normal y lo deseable es que te azoten contra el piso una y otra vez hasta que entres en razón. Hasta que los encargados del no proyecto, si es compatible biológica e intelectualmente, entren en razón. Es por tu bien.