La Derrota

En el juego, el deporte y en la vida, perder es una obligatoria posibilidad. En la azarosa y caprichosa Copa de Europa, la prueba más difícil del circuito, es incluso normal. Al contrario que en la competición doméstica, en la Champions hay demasiados clubes gigantes, de los que te miran a los ojos y te tratan de tú, anhelando un único manjar. La empresa es tan ardua que exigirla es injusto para cualquier plantilla o entrenador. Caer en Europa, en algún momento, por lo tanto, es altamente probable.

Sin embargo, no todas las derrotas saben igual. Hay tipos y subtipos. No existe una clasificación formal y muchas categorías se entremezclan, pero el Barcelona ha ido enseñando en la última década continental diferentes prototipos. Por un lado, existen las propias del juego, como en 2010; y las incoherentes, como aquella de 2012. Por otro lado, sin duda más negativo, aparecen las que avisan, como las acaecidas en el desaparecido Calderón o en Turín; o las que descolocan, como Roma. Cuando se produce un terremoto como el del Olímpico, se pueden decidir: buscar y solventar los problemas, o pensar que ha sido un mero accidente y no hacer nada. «Ha sido un mal día», concluyó el club, mirando los números de aquella Liga 17/18.

Pero no lo fue. El problema estructural de la plantilla no estaba resuelto y Liverpool se encargó de demostrarlo. Una puede ser casualidad, pero dos nunca son coincidencia. Aquella de Anfield fue la derrota de confirmación. Sin embargo, cuando había tiempo para maniobrar, los que mandan apenas tocaron nada. Un par de jugosos nombres y «aquí, paz y después, gloria». Pero no, el refranero -siempre tan contradictorio- no es ciencia y la gloria no llegó. De hecho, un semestre después, la enésima secretaría técnica (quien de verdad gobierna los proyectos deportivos) toma la decisión de sustituir al técnico en mitad de enero y a mitad de Liga.

Ahí apareció Quique Setién. Con Aleñá saliendo unos días antes y Carles Pérez unos después. Con Braithwaite llegando fuera de mercado por la penúltima lesión de Dembélé. Con una plantilla tan corta y diezmada que no podía completar una lista de convocados. Y con una epidemia mundial que obligó a trastocar todo calendario. En un vestuario, además, que había estado en contra del cese de Ernesto Valverde, lo que significa que el nuevo inquilino lo va a tener más difícil. El cántabro, sin tiempo, no pudo, no supo o no le dejaron -quizás las tres- hacerse convencer y llevar a cabo aquello que pregonó. Fácil no era. No fue un equipo de Setién, más allá de la trabajada salida de balón. El equipo acabó «valverizado», jugando igual de soso y dando la razón al criticado Ernesto, pues con lo que había en el primer equipo, poco se podía hacer.

Tras el confinamiento, aquel equipo cogido con pinzas perdió el liderato y se dejó la Liga de forma precipitada pero coherente con lo que se veía. Y Lisboa llegó con discurso fuerte del capitán, pero con la desaparición de los onces de los dos canteranos que estaban dando aire fresco a un equipo poco dinámico y profundo en ataque. Ese, quizás, es el mayor pero a Setién. El respeto a las vacas sagradas. Un «a mí me echarán mañana, pero usted no está para jugar».

Y en la capital portuguesa, se presenció un nuevo tipo de derrota en nuestra incompleta lista. Europa, de nuevo Europa, le recordó por cuarto año consecutivo las numerosas imperfecciones de esta plantilla. La histórica. La tremebunda. La que junta Turín, Roma y Liverpool, y te la dobla. La mayor de todas. La que hace recordar Atenas’94, pero con cuatro goles más. El «all-in» de todas las derrotas, por escenario, forma y contenido. El 2-8 es LA DERROTA.

La necesidad de cambio ahora es ineludible, indefectible, impepinable. Empezando por las altas esferas, saciadas de errores -algunos con conciencia, como la imputación de la entidad como salvoconducto personal- y empezando por piezas de la plantilla que terminaron etapa. Pero siempre de arriba a abajo. Porque esto no se soluciona fichando a tres estrellas y cambiando de entrenador. Tampoco es una opción real, porque no hay dinero. Los cambios han de ser más nucleares. El COVID-19 dificulta el anticipo de elecciones, que por otro lado es necesario. No tiene sentido iniciar un proyecto deportivo si a los mandatarios les queda un año.

La tarea no es sencilla, pues a la dificultad lógica, se le añade un contexto enrevesado. El Barça debe mirar al futuro con preocupación. Estar alerta. Se presenta una década en la que, a pesar de lo afianzada que está la ‘marca Barça’ en el mercado mundial, partirá en una clara desventaja económica frente a jeques y equipos Premier, con un estadio que precisa de una fuerte y costosa operación de rejuvenecimiento, y con la obligación de sustituir -tarde o temprano- al argentino que le ha permitido mantenerse en la cúspide varios lustros.

Otros gigantes cayeron de la noche a la mañana por no acertar en los cambios de ciclos. El Liverpool, hasta ese momento rey inglés, estuvo 30 años sin ganar una liga. La última década del Milan es dolorosa. Si a ellos, que juntan 13 Copas de Europa, les pasó, el Barcelona también puede sufrirlo. En la propia historia del Barcelona, de hecho, ha habido casos así. Etapa de Gaspart aparte, la década de los 60, después de los exitosos 50, fue realmente un tránsito por el desierto.

La esperanza se puede mantener, de todos modos. El clavo ardiendo es el trabajo realizado en las últimas décadas que, aun torpeado estos años, permite a las categorías inferiores mantener el estatus. Ese Liverpool o Milan, o aquel Barça en blanco y negro, no poseían ese as en la manga. La suerte para el Barcelona es que la Masia ya existe, con varias décadas de trabajo detrás, lista para ser utilizada y no solo pregonada. Quizás no siempre sea suficiente, pero sí un perfecto pilar desde donde reconstruir al nuevo Barcelona. No sería la primera vez.

Foto de portada: Source: Rafael Marchante | Getty Images Europe

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