“He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.”
Robert Bolaño
La fuga de Neymar del Camp Nou desnudó futbolísticamente a un Barcelona antes de que Ernesto Valverde moviera la primera ficha del tablero. Más por forma -una nueva estrella- que por fondo -su adecuación-, el Barça no consiguió dar nuevos pasos ni con Ousmane Dembélé ni con Philippe Coutinho. “No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral”, reconocía García Madero tras entrar en el grupo. Antoine conocía la corriente en la que se sumergiría, pero nunca pensó que terminaría por distorsionarle su fútbol.
Hace poco más de un año, Griezmann lanzaba confeti al Camp Nou para celebrar su segundo gol al Real Betis. Una celebración algo endeble que imitaba los polvos mágicos de LeBron James y demostraba, citando a Miguel Quintana, lo que el francés siempre quiso: “que el fútbol y los futbolistas fuesen tratados como se tratan a los jugadores de la NBA”. El gesto del americano, acorde con su juego, denota poderío e intimidación. Es su haka particular.
Desde el otro lado del charco, Griezmann anhela el camino de LeBron. Los focos del Staples Center, ser el domador del espectáculo, derrochar carisma. Ser estrella. Una estrella americana, más grande. Como los realvisceralistas, lucha por crear una poesía nueva y rompedora en el mundo del fútbol. Sin embargo, a medida que avanza la obra -y Los detectives salvajes de Bolaño-, se evidencia que la literatura es tan solo una coraza, una excusa.
“La vida nos puso a todos en nuestro lugar o en el lugar que a ella le convino y luego nos olvidó, como debe ser”, relata Bolaño. LeBron marchó de casa para hacerse hombre y beber del cáliz del campeón. Y con el anillo empuñado, regresó a Cleveland para cerrar el círculo. Aún con ganas de más, decidió levantar un imperio caído. Todo deportista vive con una derrota en su memoria. Un punto de inflexión que erosiona las emociones casi tanto como la mejor de tus victorias. Una perturbable muerte hacia atrás. Cuando sucede, dedicas el resto de tus días a intentar olvidarla. LeBron la vivió en las finales de la NBA del 2011 ante los Dallas de Dirk Nowitzki. Griezmann perdió una final de Copa de Europa ante el Real Madrid.
Tras la caída inflexiva, la respuesta de James: cuatro anillos con tres franquicias distintas y un sinfín de récords aplastados. “Ha llegado un punto en que incluso el debate es inane. Tan cierto es que sigue sin haber una altura superior a Michael Jordan como que LeBron no es inferior a nadie”, decía Gonzalo Vázquez. Por su parte, Antoine llamó a las puertas del cielo con la Copa del Mundo en sus manos. Pero le martirizó querer sentarse en la mesa de los grandes. Antoine eligió un lugar y la vida, como dice Bolaño, le puso en otro. Más oscuro y olvidadizo que los focos de la NBA.
Con una silla vacía tras la marcha de Neymar, Griezmann se inmiscuyó en el matrimonio de conveniencia -y poco conveniente durante los últimos años- de Luis Suárez y Leo Messi. Antoine nunca se encontró con Leo. Ronald Koeman, sin embargo, le ha ido acercando a zonas más confortables dentro de un nuevo Barça más cooperativista y democrático en el que los cuatro delanteros comparten espacios. Pero Griezmann sigue escorándose hacia la sombra, incansable en el trabajo defensivo -nunca reprochable- y trabajando el hierro en el ataque, un vagabundo del fútbol entre defensas.
Antoine encandila en su primer toque. Enciende una llama. Pero cuanto más acaricia el balón, más se va apagando. Lejos ya de la pausa y la imaginación que necesitaba el Atlético y le ofrece su selección, ahora el Barça -y la mirada de Leo- le piden todo lo contrario. Si LeBron es fuerza y convicción cuando asalta la pintura, Antoine es timidez al pisar el área. Porque teniendo el talento -y habiéndolo demostrado- de los grandes, insiste en vestir la camiseta del otro equipo de Los Angeles por el frío que manifiesta.
Y teniendo en LeBron James a su -inalcanzable- alter ego, parece que Roberto Bolaño hubiese escrito sobre Griezmann décadas antes de que Antoine se enamorara del balón: “Llegué a la conclusión y al firme propósito de que todo tenía que cambiar, si bien entonces no se me ocurrió de qué forma hacerlo y hacia cuál dirección encaminar mis pasos”.