En Gerard Piqué ya teníamos asumida, el aficionado y el periodista, una condición de alumno superdotado al que le cuesta arrancar el curso con agresividad. Como aquel adolescente que titubea durante los primeros meses pero, una vez llega lo importante, saca un talento casi desorbitante para resolver todo tipo de problemas. Así ha sido Gerard Piqué, un defensa al que el recuerdo le hará mucha más justicia que el día a día. Pero algo, tras Lisboa, se ha resquebrajado. En este inicio de temporada, Piqué parece jugar como si fuera abril. Tras el abismo, ya nada queda en pie.
Escribir sobre Piqué no es fácil. No lo es porque tiene aquello que tienen solo los muy buenos, futbolistas hegemónicos que convierten la excelencia -una cualidad que en la mayoría de mortales es pasajera- en una rutina incluso aburrida. Esto hace que, muchas veces, la gente tienda a no ver lo qué hacen sobre el césped o a obviarlo. La excelencia trae consigo un culto al error que deja casi siempre sin margen de maniobra a quien lo comete. Es por esto que quiero escribir sobre él, para poner de relieve una figura monstruosa que, más temprano que tarde, se apagará, dejando un vacío irremplazable en una zaga que, a día de hoy, está diezmada, en fase de construcción.
El inicio de temporada de Piqué es emocionante. Tras la debacle ante el Bayern, el central se puso a disposición del club si este decidía que debía dar un paso hacia el costado. Nadie se lo pidió. Piqué lleva siendo, sobre todo desde 2015, el sostén defensivo de un esqueleto que solo durante la primera temporada de Ernesto Valverde, regaló cierta comodidad a sus centrales. La famosa teoría de la manta rara vez cubría lo que pasaba detrás del mediocentro, y ahí Piqué debía ser – y ha sido- no solo el encargado de cortar todo avance, sino que una vez el rival empujaba al Barça como a un muñeco inerte dentro de su área, debía emerger todo su oficio para ser capaz de resolver situaciones de desventaja. Gerard Piqué ha sido el mejor defensor de área en el equipo que peor la ha defendido los últimos años. Imaginarlo en el Atleti de 2014 o la Juve de 2017 es imaginarse una combinación demasiado impresionante.
Piqué es mejor defensa que Sergio Ramos. Pero es peor jugador. Escribió hace poco un excelente artículo Alejandro Arroyo sobre el camero -podéis leerlo aquí– donde explicaba a la perfección la trascendencia de Ramos con el balón. Donde él llega, nadie más lo hace. Piqué tampoco. Sucede que Gerard ha perdido ese puntito de agresividad con balón en los pies que lo caracterizaba en sus primeros años, motivado por una estructura colectiva que incentivaba su creatividad. Piqué ha tenido que abandonarlo en parte porque el Barça no le puede proteger. Además, sus cambios de orientación ya no existen, sobre todo porque el Barça ha sido «un equipo sin extremos». Los centrales, pues, han vivido momentos realmente complicados, no han encontrado jamás una estructura para su disfrute, sino sobre todo para su sufrimiento. Piqué ha sabido no solo competir en ese sufrimiento, sino gozar de un nivel altísimo que convertía el dolor y el agobio en meros adornos. Salió de la guerra sin rasguños.
Lo más sorprendente en Piqué es que es un molde absolutamente extraño en los centrales de élite. Viendo a jugadores superadas la treintena dominar en el eje de la defensa normalmente va acompañado de un físico privilegiado (Ramos, Pepe) o de un sistema que esconde sus carencias (Hummels, Bonucci). Piqué juega sin red de seguridad ni velocidad punta. Y aún así, gana casi siempre. ¿Por qué? Sencillamente porque Piqué es absurdamente bueno. Su talento defensivo no tiene parangón, pues es un combo entre colocación, contemporización, saber meter la pierna, lectura y jerarquía. Piqué sobrevive en una defensa que le exige ser corrector y tapón a la vez, el alfa y omega de una estructura que no se entendería sin él. Por eso en Gerard se aprecia su verdadero nivel cuando no está y sin él nadie es capaz de socorrer el cuerpo maltrecho del FC Barcelona. La ausencia pesa, en muchos casos, tanto como la presencia.
Gerard Piqué es víctima, y creo que la palabra se adhiere con la situación, de un silencio mediático en torno a su figura. Nadie le considera el mejor, o muy pocos se atreven a hacerlo. Es gracioso ver que, el otro día, Koundé hizo un recital impresionante ante el FC Barcelona. Los focos fueron para el joven central francés. Con merecimiento. Pero atendiendo a las estadísticas, nadie había recuperado más balones que Piqué, que tuvo que lidiar con Ocampos y De Jong. Nadie rechazó más balones que él. Y, sin embargo, nadie le miró. Invisibilizado su talento por la explosión de Koundé es una buena imagen para ilustrar lo que viene siendo lo habitual a lo largo de su trayectoria. Gerard ha aprendido a convivir con las miradas esquivas, las críticas y una exigencia sobrehumana. Su personalidad está forjada en una obsesiva y enfermiza tensión entre el ruido mediático y el silencio plomizo.
El día que Piqué no esté su figura crecerá exponencialmente. Su legado se verá cuando él ya no esté y todo continúe igual. El culé necesitará su luto, pero el fútbol nunca se para, no le importa nada más que el presente caníbal que nos consume. Aprender a vivir sin Gerard será como hacerlo sin una parte de nosotros mismos.