Perseguimos la belleza. Lo que es bello es real, es verdadero, y no solo tiene un poder creativo potentísimo dentro de nosotros, sino que también nos aísla y nos anestesia, como un sedante dulzón al que consumimos sin rechistar. Se puede encontrar en cualquier detalle y gesto. El fútbol es uno de los deportes donde la plasticidad y lo estético tienen más espacio, mostrándose en controles, pases, disparos e incluso en la forma de acariciar el cuero. La belleza es polisémica e infinita. Y ahí, en esta búsqueda incesante de lo emocionante y lo realmente bello, nos hemos topado con el nacimiento de un futbolista que nos evoca a un pasado reciente y que juega con una gracilidad que obligan al espectador a recordar que si el fútbol le gusta no es porque se gane o se trascienda, sino porque es bonito, bello.
Pedri González (2002) tiene todo aquello que se necesita para emocionar sin marcar o dar el último pase. La personalidad del canario, mostrándose irreverente y sin memoria, plantando semillas de talento por un campo lleno de minas, es desbordante y remite a quien lo mira a la de los verdaderamente buenos, que son aquellos jugadores autoconscientes de su talento a la vez que despreocupados, que juegan como si esto, jugar, fuera lo único que conocen. Pedri ha aterrizado en un grande en horas realmente bajas. Un equipo herido de muerte, hundido en un guerracivilismo que amenaza con despedazarle. Cualquier jugador mostraría respeto, quizás demasiado, ante un club demasiado grande que se arrodilla lentamente. Pedri no tiene memoria. Y eso, a día de hoy, es la mejor baza que tiene para seguir creciendo.
El impacto del canario en el FC Barcelona ha sido inmediato. Existían dudas respecto a su posición ideal, su capacidad para trasladar el nivel superlativo de segunda a un estadio superior, el mantener la regularidad dentro de un mismo partido. Dudas lícitas y que el mismo chaval se ha encargado de disuadir sin mediar palabra, flotando por el verde con un sentido del juego absolutamente obsceno para un niño como él. Messi, quien llevaba cinco años escuchando como se le decía que necesitaba ese centrocampista que le complementara, un perfil físico con capacidad de rellenar los huecos que él dejaba, ve como un bisoño futbolista le entiende más que ningún otro, capaz de devolverle paredes (sí, pases de pocos metros, en espacios re-du-ci-dos) y ocupar, como moviéndose sobre hielo, los espacios que él va generando. Pedri lo lleva en su ADN. Quizás lleva toda la vida esperando. Yo, sin duda, lo habría estado deseando.
Decía Foster Wallace en una entrevista al ser preguntado sobre qué le emociona en un libro, que escuchaba una suerte de “click” en su cabeza al leer algo realmente bueno y que aquel párrafo, línea o palabra, le unía con algo dentro de sí que no conocía. Leer es algo profundamente solipsista. En cierta medida, reconozco que Pedri me provocó ese click en varios momentos. Es un click distinto, uno que te hace tirarte hacia atrás en el sofá, abrir los ojos, aullar un “québuenoes”, redactar un tuit emocionado, notar el sabor dulzón del éxtasis. Pedri tiene solo 17 años y ya ha dejado partidos realmente buenos en su totalidad. Partidos en los que su peso en el mismo ha sido decisivo, con capacidad para cambiar el rumbo del encuentro sin tener que marcar gol ni dar el último pase. En base a primeros toques, fintas, quiebros, unir al equipo desde el pase y la movilidad. Pedri es todo aquello que deseamos para nuestros ojos maltratados.
Su fútbol es jodidamente blando. Como si fuera una esponja mojada y empapada que no para de crecer. Pero su núcleo se intuye poderoso, convincente. Pedri ha jugado en derecha, en izquierda y de mediapunta. De interior ante el Alavés. Y la sensación es que esa esponja absorbe cada minuto en cada posición, incorporando los matices que se le presentan a su libreto personal. Juega bien en todos los sitios, dándole a cada posición su estilo, sumando a través del juego entre líneas, del primer gesto sutil, con la facilidad de quien solo conoce este lenguaje. Quizás lo que más explica cómo juega sea mirar el preciso momento en el que recibe pegado a la línea de cal, acosado por un par de futbolistas y cómo a través del arte del engaño y la finta, una picaresca que remite a fútbol en el barrio, a barro y medias a media altura. Domina ese arte como los mejores, y es desde esa capacidad de adelantarse a lo que va a pasar lo que le da la ventaja ante rivales más fuertes y rápidos.
Ahora mismo, el FC Barcelona es un cuerpo sin energía que necesita la de los jóvenes para seguir funcionando. Koeman sigue probando alienaciones, comportamientos y roles distintos prácticamente en cada partido, pero da la sensación de que Pedri y Ansu, ambos nacidos en el 2002, son imprescindibles, pues juegan sin la losa de las derrotas que acribillan el imaginario colectivo de futbolistas y aficionados. Son dos jugadores todavía vírgenes, rebosantes de talento e intencionalidad en los que la derrota no tiene todavía ese poder destructor, sino que sirve de motor para su aprendizaje. La victoria todavía no quita las ganas de ganar, no te asienta en tu poltrona, sino que espolea tu estómago en busca de más y más. Pedri, en un mes de competición, ha pasado de posible relevo a ser un jugador importantísimo con el único aval de ser verdaderamente bueno.
La belleza es polisémica. Hay muchas acepciones y formas bajo las que se nos presenta. Pero hacía tiempo, quizás porque el fútbol cada vez más vertical, con jugadores dotados para actuar como cuchillos penetrando en pieles blandas, de ida y vuelta y ritmos altos, había disimulado levemente ese talento genuino que habla con el cuerpo, con la gestualidad y el ritmo, modulando cada gesto y haciendo parecer a quienes le rodean como actores de reparto de una obra de ficción cutre. Él tiene el guion. A pesar de su insultante juventud, el «click» del que hablaba Wallace lo podemos escuchar en nuestras cabezas si le vemos jugar. Un ruido metálico que nos conecta con aquello por lo que verdaderamente nos emociona el fútbol. No es ganar. No es llegar los lunes al trabajo sintiéndote mejor porque tu equipo ha ganado. Lo que nos emociona es que es jodidamente bello y precioso.