Ya no queda nada de lo de antes. Con todos los cimientos derrumbados, solo sobrevive un solar vacío que pide a gritos que se construya sobre él. Tanto es así, que ya ni el eco puede percibirse. Los gritos de rabia y desesperación hasta dejaron de retumbar para dar cabida a un silencio sepulcral que representa una indiferencia causada por las mayores decepciones. Un suelo que antes era brillante y de la mejor porcelana, pasó a ser una tierra descuidada y sin verde, aunque de vez en cuando florezca alguna “ramilla» en los días de lluvia.
El Barça hace tiempo que se alejó del camino para iniciar una aventura campo a través que jamás auguró nada positivo. Para la travesía cargó consigo una maleta, que por supuesto pesaba mucho. Tenía que deshacerse de algunas cosas para poder continuar, y decidió quitarse de encima la brújula y el mapa con tal de poder seguir cargando un par de provisiones y una pequeña botella de agua que le haría sobrevivir unas horas más en medio del desierto.
Sin materiales consistentes y sin un plano se creyó buena idea ir colocando, sin conocimiento arquitectónico ninguno, los bloques uno a uno. Algunos más torcidos, otros de peor calidad y un par de ellos que no pegaban ni con el mejor cemento. El muro parecía ir haciéndose cada vez más alto, pero solo bastaba que fallase el bloque de más abajo para ver cómo se derrumbaba entero.
Sigue quedando lejos aquella casa lujosa en la que entraba luz por cualquier rincón. Es más, aún no se dispone ni de un proyecto de obra, pero sí de algunos materiales renovados y de grandes calidades que pueden ser el primer paso a una reconstrucción lenta pero firme, con el objetivo de construir un muro más consistente que alto.
Es una pena que se hayan cambiado las noches de gloria por las tardes de pesadilla, pero sobre todo que se haya sustituido el reloj analógico por uno de arena, que lejos de marcar alguna hora concreta, inicia una cuenta atrás que sitúa al Barça en una situación de obligada reacción si quiere volver a hacer del tiempo algo productivo.