La noche de Reyes siempre fue la más especial del año. Llevabas algunas semanas labrándote una buena actitud para que aquellos hombres del lejano Oriente te concediesen todos los regalos que les habías dejado en la carta. Meterte en la cama era como volver a ver la final de París. Conocías el final, sabías que te esperaban los regalos, aunque el hormigueo en el vientre no cesaba. ¿Y si Eto’o llega a cruzar el tiro? ¿Y si Valdés no para el uno contra uno ante Henry? ¿Y si Almunia no toca el disparo de Belletti?
Miles de niños y de niños grandes ven reflejado en sus ojos la misma imagen la mañana del 6 de enero. El escudo del Barça en una cara, el diez a la espalda. Regalar un Messi era como una de aquellas faltas en la frontal: su penalti, medio gol, un acierto seguro. Con el paso de los años, sin niños cerca, la mañana de Reyes se deshoja con menos nervios. Pero siempre, siempre, yace un rayo de ilusión, de emoción, en tu interior.
Cerrar los ojos y repasar la carrera de Messi a golpe de memoria es ver goles sobreponiéndose, uno detrás del otro, que van dibujándote una sonrisa. Leo siempre fue nuestro rey, hasta el más republicano lo veneraría. Porque cada partido es un regalo. Y especialmente ahora, cuando junio podría ser un muro contra el que chocar. Messi despierta nuestro yo más infantil, el peterpanesco. Cada toque de Leo con su botín izquierdo es una oferta a rehusar de lo mundano, de lo terrenal. Una invitación a seguir creyendo en la magia y en los deseos que se cumplen.
Jordi Évole le preguntó a Messi si pensaba en la muerte. El argentino le respondió que “a veces sí. Pienso no en la muerte sino en qué pasará cuando ya no esté. Cómo seguirá, qué habrá”. Pensar en la posibilidad de ver a Leo sin la camiseta blaugrana también es una forma de morir. Pero, posiblemente, Leo nunca vaya a morir porque su recuerdo le convertirá en inmortal. Porque hijos, nietos y bisnietos escucharán historias hiperbólicas, rocambolescas, rimbombantes, de un un menudo futbolista que jugaba con una varita en su pie izquierdo. Y lo difícil será hacerles creer que, tras esos goles inverosímiles y defensores y porteros diluidos a pólvora, no hay ni un ápice de imaginación, no hay confeti ni maquillaje.
Una vez, Mendilibar dijo que “Messi aparca bien”. A veces, es más espectador que jugador. Los defensas corretean a su alrededor y él, pasitos cortos hacia un lado, cabeza gacha, observa como aquel niño del parque que cedía unos segundos el balón para que los otros se divirtiesen. Simplemente espera a que le llegue la pelota para fabricar regalos, sonrisas, recuerdos. Decía Oscar Wilde que “el artista es el creador de cosas bellas”. Y Messi no es más que un ingeniero de la imaginación, un escritor sin miedo al folio en blanco, un pintor que no sufre porque la inspiración le resbale por el agujero del bolsillo del pantalón. Es la música que le da al balón en cada golpeo, el dibujo de la curva perfecta en cada rosca. Messi es futbolista y, sin embargo, podría ser el personaje heroico de una novela de aventuras, un emulador del país de los sueños.
Lleva años cargando con el club a la espalda, quedándose por amor porque proyecto no había, poniendo parches a la improvisación que dejaban caer los de arriba. Y la herencia es aterradora. Porque quizá Leo ya no esté para curar las heridas, para acudir a una llamada de la desesperación a la que, a veces, solo responde el eco. Y es entonces, cuando el Barça se muda a vivir a los claroscuros de una canción de Sigur Rós.
Hay gente que culpa a Messi de las desgracias que sufre el club. Le manchan la pelota, le embarran el campo. Son de memoria efímera, capaces de eliminar más de una década de regalos cada tres días a raíz de enrevesadas hipótesis del estilo de los antivacunas y las teorías del 5G y Bill Gates. Dudar de Messi es cínico, debería estar penado.
Messi te empuja a perder la credibilidad a la entrada del estadio. O a esconderla tras el sofá. A dejarte mojar por una lluvia de magia, a sentirte envuelto, de nuevo, en las emociones del niño que se va a dormir la noche de Reyes pensando despertarse. A vivir en el Disneyland que se inventó, que nos construyó y que nos hizo volar con polvo de hadas a base de Balones de Oro.
Por la mañana, al abrir los ojos e ir al acecho de los regalos, pensemos que si lo de Messi fue un sueño de la noche de Reyes, mejor zambullirse en las palabras de Roberto Bolaño, mejor pensar que, de pequeños, sólo existían los finales felices: “Ojos que no ven, corazón que no siente. Vivir en la ignorancia casi casi es vivir en la felicidad”.