Mamá, quiero ser influencer. De pequeño nunca entendí que a la pregunta ‘qué quieres ser de mayor’ otros niños respondiesen astronauta. Cualquier profesión que no fuese la de futbolista me parecía como mucho un digno plan B. Quiero decir, si no cuaja lo del fútbol ya iremos viendo. De mayor empiezo a entender a los niños que sueñan con ser bomberos, traumatólogos o youtubers. Porque ser futbolista ya no es lo que era. Antes ocupabas 90′ del escaparate semanal y todo eran ventajas: un par de horas de corto, pita el árbitro y a jugar, vuelve a hacerlo y a la ducha. Lo natural era ser juzgado, adorado o detestado por tus pases, goles, paradas o fallos. Por no hablar de los ídolos imaginarios —Bergkamp y Zola los míos—, mucho menos expuestos, ergo infinitamente más admirados. Desde que consumimos fútbol 24/7, cualquiera diría que el partido es lo de menos. Los otrora envidiados héroes sudan hoy tinta para convencer a la global Inquisición con sus acciones. Las de fuera del rectángulo, claro. Ironías del destino: seguimos valorando a un jugador por lo que hace tras el silbido del árbitro, sólo que hemos confundido el pitido inicial con el final. Como la mujer del César, los futbolistas ya no sólo deben serlo, sino también parecerlo.

TikToko y me voy. Un ejemplo emblemático de percepción distorsionada es el rebelde con causa Riqui Puig, de quien Ramón Besa escribió esta semana que «vive bien, juega mejor y se resiste a que le digan que por ser feliz no puede ser futbolista del Barça». Quizá el problema resida precisamente ahí. La opinión pública parece no soportar que un veinteañero rico haga cosas de veinteañero rico una vez que pita el árbitro (silbido final, se entiende). ¿Acaso la supuesta simpatía garantiza un mejor rendimiento? Ojalá la imparable estadística avanzada invente pronto una métrica relativa al contenido editorial de un jugador en redes sociales; así podremos afinar el tiro al evaluarle en términos futbolísticos. Porque cuando Riqui juega nos parece siempre poco, como si de un ídolo imaginario de los 90 se tratase. Y además lo hace con alegría contagiosa y compromiso de canterano, exhibiendo efervescencia física y depurada técnica. Debe ser cuestión de envidia, y no de la sana. Muchos nos preguntamos ya si todo eso que el ojo no ve del liviano medio catalán es tan grave como para privarnos de lo que sí vemos en el campo. Por eso la otra noche su penalti lo lanzamos y gritamos junto a él quienes aún separamos al jugador del ciudadano, al centrocampista del tiktoker.
Lo tiro yo. Aunque el foco mediático ilumine hoy al jugador a todas horas, la envidia mezclada con sospecha y antipatía es tan antigua como el propio fútbol. Javier Marías reflexionaba hace años sobre ese jugador talentoso —a nadie le cae mal un central expeditivo, lo habréis notado— perennemente discutido porque tiene días, algo que «se consiente a un pianista, a un torero y hasta a Cervantes, pero malamente a un futbolista». Ayer se criticó a otros canteranos con arte como Guti o De La Peña; hoy le toca a Riqui ser culpable de haber nacido en Matadepera, el municipio español más rico según la Agencia Tributaria, y no en una favela. A quién se le ocurre ser fino estilista en lugar de aseado lateral. Cómo se atreve a sonreír en las fotos junto a su piscina en vez de llorar ante la falta de minutos. Qué desfachatez la suya ofreciéndose voluntario cuando Koeman había apuntado cuatro nombres en su papelito. La felicidad de Riqui Puig canalizada en un disparo a la red dejó al Barça a un paso del primer título del curso; un entrante superligero, sí, pero que puede dejar buen sabor de boca en un barcelonismo que sabe que el viento está a punto de cambiar pero no logra abrir la ventana electoral. Hasta entonces, dejemos en paz a los niños que quieren ser futbolistas.