No sé si os habrá pasado. Arranco esta columna con una de las dos opciones que maneja todo monologuista para romper el hielo. Durante un partido, ‘no sé si os habrá pasado’ eso de alteraros más de lo planeado y de lo que cabría alterarse en una cita no marcada en rojo en el calendario. El balón rueda y se lleva por delante planes y previas, cifras y letras. Con el 2-2 del Athletic tropecé en la misma superpiedra; me enfadé sobremanera e inauguré un silencio sepulcral que mantuve hasta irme a dormir. Recordé entonces mi mosqueo análogo hace justo un año, cuando de la posible sentencia (gol anulado a Messi por manohombro) se pasó a la victoria colchonera que precipitó el adiós de Valverde. ¿Debemos medir la magnitud de un revés o un triunfo por las sensaciones en directo o por las secuelas del día después? No lo sé. A la mañana siguiente, mi pueril cabreo tras caer frente a Williams y compañía había pasado de 100 a 0. De salirme de mis casillas a volver a la inicial. Desproporción competitiva. No sé si os habrá pasado.
Viniendo hacia aquí. La otra muletilla con la que un buen monologuista se mete al público en el bolsillo permite abordar cualquier tema con naturalidad. Por ejemplo, el cara o cruz de la Supercopa. Koeman tenía la oportunidad de consolidar la trayectoria de un equipo que ‘viniendo hacia aquí’ ha sido asimétrico, aséptico, atípico, a menudo frágil y casi siempre indescifrable. Los optimistas del lugar intuían un reciente hilo conductor, por lo que la final deja el regusto amargo de la ocasión perdida. En palabras de Albert Morén, «la primera de la temporada. Quizá la única. Quizá la última. Una prueba que el Barça no pudo superar y que tiñe de dudas el camino transitado hasta llegar a ella». Cuando el cómo empezaba a sentar las bases, llegó el qué para decir no tan deprisa. Las buenas actuaciones de este grupo tenue son castillos en el aire para una afición comprensiblemente escéptica, sistemáticamente maltratada y ahora además exhausta después de tres densos largometrajes de 120′. El culé sale del cine exprimido, sin conclusiones y sin articular palabra.

Y ahora qué. No es sencillo, por tanto, redactar la sinopsis emotiva de 360′ que se han hecho largos y anchos. Más que las piernas, pesan los párpados. ¿Ha servido para algo? Sí y no. Intuyo que una inyección moral en forma de trofeo hubiese compensado el desgaste físico; una alegría en miniatura le hubiese valido la pena a este Barça magullado que volvió a morir en la orilla. No pudo ser. O pudo ser y no fue. El propio Messi soltó un manotazo de impotencia al guión del destino cuando estaban a punto de aparecer los créditos y el espectador se sacudía las palomitas del regazo antes de levantarse. Sin Leo se ganó en Cornellà y no lo hicieron otros, ese mal de muchos al que toca agarrarse en tiempos tontos. Con cierto sonrojo natural sobre césped artificial, el Barça pasó de ronda y ahora una orilla de una isla desconocida —el tiempo dirá si con palmeras de ilusión renovada o con dunas de decepción cíclica— está más cerca. Se cierra una semana de licuadora en la que el barcelonismo ha realizado un perfecto giro de 360º, esto es, se ha quedado como estaba.