Que en paz (no) descanse

FUEGO A DISCRECIÓN | Jorge Ley

Lo más justo, ético y correcto que podía salir de un engendro aristocrático parido con nocturnidad, quién sabe si alevosía, era que fuera desaguado por las cañerías como todo lo perteneciente a ese inframundo. La actuación estelar del flamante impulsor del juguete roto, que despreció al propietario del Marca por dueño del Torino, mientras le lavaban la cara en un espacio donde lo más parecido al periodismo no debe ser digno del ojo público, o del ojo, se convirtió en el preludio acorde al derrumbe burocrático más espectacular al que hemos asistido desde que De Gea se quedó del otro lado del telar a raíz de las turbulencias del fax.

En el activismo del hincha inglés, el mass media, futbolistas contrainsurgentes, el gobierno británico y hasta algún patrocinador que se bajó del carro ha estado la cruz del último intento de los dueños del balón de quitar al aficionado lo poco que le quedaba. La Superliga, que en paz (no) descanse, era como arrebatarle las migajas al pobre chico al que unos abusadores ya habían dejado sin almuerzo. No porque la UEFA, la FIFA, la OTAN o el sursuncorda sean corderitos a los que hay que rendir pleitesía. ¡Al contrario! ¡Ojalá esa feliz inocencia que alguno mantenía con este invento! Es precisamente porque Infantino no es más creíble que un vendedor de crecepelo que se puede identificar el timo a kilómetros de distancia. Y esto no era sino un timo de dimensiones elefantiásicas concebido con la arrogancia que solo puede permitirse un señorito que jamás ha recibido un no porque ya tenía todo un aparato mediático/judicial a sus pies. Era un timo, principalmente, al verdadero aficionado, al que pretendían intercambiar por el usuario de cartón que igual te abandona a los dos meses. Esperemos no comprobar jamás si un chino x al que, nos dicen, le brillan los ojos con los duelos magnánimos se sienta a ver el quinto Inter-Madrid al hilo. Cualquier otra cosa no solo significará la muerte del sueño del humilde, sino la muerte de las clases medias y bajas ligueras. Y con ello, del fútbol como competición mínimamente meritocrática. Como deporte. Y allí reside el grave error de los creadores de este Frankenstein decapitado: En el juego de la percepción. Las revueltas esperan a la vuelta de la esquina, no tanto si desmantelas a un pobre diablo hasta dejarlo desnudo, como si le quitas, en el colmo de la codicia, la única rendija por la que se asomaba. Y de la percepción vaya si aprenderán a palos. Sobre todo, los que decidieron jugar con el avispero olvidando que más allá de sus fronteras no hay sumisos de Estado, ni corifeos, ni carretadas de dinero público como recompensa por el trabajo mal hecho. ¡No hay siquiera fabulosos ejemplares que reclaman al personal por alegrarse de las derrotas de personajes siniestros!

Una preocupación genuina por el fútbol obligaría a estos magnates incapaces de asimilar lo que es un aficionado común, diría que se trata de un imposible metafísico dado el desnivel intencionado de la cancha, a poner coto a los extravagantes precios existentes, a un reparto menos caníbal de los derechos de televisión, a recortar los privilegios propios que asfixian al resto. Justo el camino opuesto. Si no lo hacen es porque su interés primordial jamás fue el bienestar general, ni la comunidad, ni el juego. ¡Que alguien le pase el recordatorio en mano a algún analista que se quejaba de la ingenuidad ajena! Por suerte, si algo saben los ingleses, lo conocemos con todas sus consecuencias, es proteger el terruño. Ahora impera que los esfuerzos se mantengan para que no perviertan, poquito a poco, lo que querían pervertir de una sola cornada. Viniendo de quien venga.

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