Escribo esto un 27 de mayo, 12 años después de que aquel Barça de Pep conquistase, en Roma, su tercera Champions. Un niño de 6 años estaba frente a la televisión de su casa con una mezcla de nervios e ilusión que, ahora mismo, ni sé ni puedo explicar. A unos 1.400 kilómetros, en la capital italiana, un chaval de 21 años nacido en Rosario estaba ante su primera final de la gran competición europea. La respuesta a cómo se sentía Leo solo la tiene él, pero estoy seguro que era una sensación parecida a la de ese niño de 6 años.
En Roma empezó una conexión tan extraña, pero a la vez llena de emoción y felicidad, como el cabezazo de Messi que sentenció aquella final.
12 años después, aquel niño ilusionado cumplió 18, pero se sigue sentando, como si del 27 de mayo de 2009 se tratase, frente a la televisión cada vez que juega el rosarino. La ilusión sigue intacta.
Recuerdo con mucho cariño la final de Wembley, un partido que me hizo poner en contexto y valorar lo que ese equipo estaba significando y significaría para el fútbol. El mejor centro del campo que han visto mis ojos y el jugador más especial de la historia fluían por Londres al ritmo de Coldplay y, en Talavera de la Reina, el niño que al día siguiente haría su Primera comunión cantaba Viva La Vida.
11 años después de su llegada a Barcelona, el chaval rosarino que únicamente llegó con el sueño de jugar al fútbol, estaba viendo como su sueño alcanzaba una dimensión inimaginable poco tiempo atrás. Seguía siendo la persona simple y humilde que aterrizó en la ciudad condal, con solo una diferencia, ahora era el ídolo de niños que, como él, querían cumplir su deseo.
También ha habido decepciones: Roma, Liverpool y Lisboa. Tres humillaciones, tres años consecutivos cayendo indignamente y dando una imagen impropia de un club de la altura del Barça.
Roma fue la ciudad de la tragicomedia. Pasé de ver cómo mi equipo era la bestia que no daba opción al gladiador, a estar en el lado opuesto. El lado en el que ves al gladiador luchar sabiendo que siempre se quedaría a la orilla.
Liverpool, la mayor desilusión. Tan cerca y a la vez tan lejos. Una de las versiones más determinantes de Leo no fue suficiente para llegar a la final de la Champions. Curiosamente en Anfield, Messi caminó solo.
Lisboa, el fin de la trilogía. La Champions más emocionante y atípica que recuerdo. El maldito virus hizo que desde cuartos de final no hubiera opción a fallar. Cara o cruz contra el Bayern de Flick. Hace unos años sería impensable decir esto, pero este todo o nada nos beneficiaba. A un partido, las opciones de que ese Barça ganara se multiplicaban. El valor de Leo también. Pues bien, salió cruz 8 veces.
Las dos primeras me dolieron mucho. Siempre me refugiaba en el fútbol. Era mi momento de no pensar en nada más. 90 minutos para disfrutar. En Roma y Liverpool fue lo contrario. 90 minutos sufriendo y varios días sin poder parar de pensar en ello. «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?», me preguntaba. Ante esto, mi padre y la persona que me hizo del Barça, cada vez que me veía triste, impotente y con los ojos llorosos venía, me daba un abrazo y me decía: «Hijo, has vivido la mejor época del Barça. Has tenido la suerte de ver al mejor jugador de la historia en tu equipo, pero esto antes era así». En ese momento daba igual lo que me dijese, el niño no podía entender cómo algo que le había hecho tan feliz estaba siendo, por momentos, la causa de su tristeza. Ahora, unos años más tarde, el chaval comprende que, precisamente, las subidas en las victorias y las bajadas en las derrotas son la esencia del fútbol. Una montaña rusa.
Cuando empecé a escribir este texto, jamás hubiese imaginado que el final fuese este. La vida y el fútbol así lo han querido. Mi despedida a Leo Messi. Allá voy:
Messi es de mi familia. Messi cenaba con nosotros cada fin de semana. Con Messi nos abrazábamos, llorábamos y vibrábamos. Éramos 5 en casa, pero uno se nos ha ido de erasmus. Nos duele su marcha, pero también nos duele su destino. En la universidad me dicen que es necesario ir a París para acabar la carrera, pero hasta hace 3 días me aseguraban lo contrario. Me insisten que en ‘la ciudad del amor’ le tratarán genial. Les contesto que como en casa en ningún sitio. No me lo creía hasta que le vi en el aeropuerto. Ahí empecé a asumir que sí, que se nos había ido. Lo más doloroso de todo es que él tampoco quería irse. Es cierto que el año pasado nos planteó su marcha, pero le obligamos a quedarse. Este año todo había mejorado, el ambiente en casa era perfecto y él tenía más ganas que nunca de seguir aquí. Eso nos rompe por dentro. El año pasado le obligamos a quedarse y este le han obligado a irse. Duele. Duele mucho.
Los quiero a todos, pero esa conexión que tenía con él dudo que se vuelva a repetir. Quizás sí, pero ya nada será como antes. Era la persona con la que celebraba cuando todo iba bien, pero también en la que me apoyaba cuando las cosas no salían como queríamos. Sencillamente, era mi mano izquierda. Bueno en este caso, mi pie izquierdo. ¿Sabes esos días que no te sale nada y esperas que una persona te haga feliz? Esa persona que me hacía feliz era él. ¿Recuerdas qué persona ha estado siempre en los días más felices de tu vida? Para mí esa persona era él. Evasión, pero sobre todo felicidad. Mucha felicidad.
La vida sin él en casa va a ser dura. Con el paso de los días nos acostumbraremos, o eso quiero creer. Nunca he sido mucho de tópicos, pero espero que en este caso «el tiempo lo cure todo». La familia debe continuar. Nos merecemos ser felices y sé que a él también le haría muy feliz porque, al fin y al cabo, nadie siente esta casa más que Leo.
La familia no te olvidará nunca. Has dejado huella, enano.