Artículo esctrito por Jesús Núñez (@JJ_NG81)
Dicen que Fútbol Club Barcelona y Real Madrid Club de Fútbol, son vasos comunicantes. Dominadores históricos del fútbol nacional, salvo en contadas ocasiones, una temporada sin títulos de uno, va acompañada de una exitosa del otro. Como si lo bueno y lo malo se dividieran sin cabida para ambos. Algo similar pasa con el Barça y el Espanyol, protagonistas de una historia que comienza en Urbano Ortega y termina en Gica Hagi y Florin Răducioiu.
Corría el 28 de marzo de 1982 y el Barça volaba hacia su primera liga en ocho años. A falta de seis jornadas, aventajaba en cinco puntos a la Real Sociedad y en seis al Real Madrid. Era el Barça de Udo Lattek donde no contaba Migueli, Quini ponía los goles, Allan Simonsen el desequilibrio y no se echaba en falta al lesionado Bernd Schuster gracias a una preparación física extraordinaria que arrolló a sus rivales durante la mayor parte del campeonato. La primera liga de una generación de barcelonistas estaba tan cerca como grande fue la decepción por perderla con el Espanyol como epicentro de todo. Poco importaba la derrota por 3-0 en el Luis Casanova hasta que un joven y elegante interior llamado Urbano Ortega se exhibió como nunca en su carrera y tomó el Camp Nou en el derbi catalán con un 1-3 que marcaría un catastrófico final liguero donde el Barça cedió cuatro derrotas y dos empates en las últimas seis jornadas. Aquella fue la Liga de Lattek, aunque por motivos muy diferentes a las Ligas de Tenerife. Urbano fichó por el Barcelona tras su exhibición en un fichaje clásico de la década y la Liga 81-82, se convirtió en el paradigma de una época.

Cuatro días después de eliminar al IFK Göteborg en las semifinales de la Copa de Europa 85-86, el Barça visitaba Sarriá sin opciones de revalidar el título liguero pero con la ilusión de ganar la final de la Copa del Rey y sobre todo, la final de Sevilla. Repleto de suplentes, desgastado física y mentalmente tras la gran noche de Pichi Alonso, era barrido por 5-3 con hat trick de Tintín Márquez. El Espanyol, otra vez el Espanyol, como aviso de lo que estaba por llegar: Una crisis existencial que no se superaría hasta Wembley.
Como si fuese el augurio de lo que estaba por venir para culés y pericos, Johan Cruyff llegaba al Aeropuerto de El Prat el mismo día que el Espanyol agarraba casi con las dos manos la Copa de la UEFA tras ganar 3-0 al Bayer Leverkusen en la ida de la final. Las portadas que robó el nuevo entrenador barcelonista al casi campeón europeo, iban en consonancia con las ilusiones perdidas de una afición blanquiazul para quien el post-Leverkusen fue incluso más duro que el post-Sevilla para la azulgrana. Años donde se combinaban descensos y sufrimientos de unos con títulos y espectáculo de quienes vivían la mejor etapa de su historia con el Dream Team. Espanyol y Barcelona como vasos comunicantes donde se cruzaban la felicidad y la tristeza, la agonía y la alegría. Años donde cada derbi catalán se resolvía con goleada azulgrana. Como el 0-4 de mayo de 1992, diez días después de Wembley con un Barça lanzado a su primera Liga de Tenerife y un Espanyol salvando in extremis la categoría de la mano del hijo pródigo Javier Clemente y la Revolución Rusa de Moj, Galiamin, Kuznetsov y un tal Korneiev. O el 5-0 en noviembre de 1992 al que debía ser ilusionante Espanyol de Díaz Novoa, Fonseca y Ayúcar. Dos de las revelaciones de la liga anterior que no pudieron evitar el segundo descenso del Espanyol post-Leverkusen.
Y así llegamos al final de nuestro recorrido, el de un niño que creció con Meyba, Schuster y Cruyff, donde cada alegría del Barça iba unida a la tristeza del vecino y viceversa.
Italia 90 significó mi “primer Mundial”, como la Eurocopa de Alemania dos años antes había sido mi “primera Eurocopa”. Torneos que por fin vives con total conocimiento de causa y transcurren mientras compras cromos y revistas Don Balón. Sin embargo, nada comparable a Estados Unidos 94, el Mundial de una generación, el que empezó aún sin finalizar las clases y muchos empatábamos la madrugada con las aulas para ver un Holanda-Arabia Saudí. En fin, esas cosas que hoy, siendo padres, serían imposibles de realizar. En ese contexto post-Mundial, Espanyol y Barcelona se enfrentaban en Sarriá en la tercera jornada de la Liga 94-95.
La dolorosa final de Atenas certificó el final de un ciclo maravilloso, el que nos devolvió la ilusión. Algunos no queríamos ver que ese 4-0 cerró una etapa, sobre todo viendo la sensacional actuación de Romario y Stoichkov en Estados Unidos, pero sí, definitivamente, todo acabó en Atenas. El Barça había llevado más futbolistas que nadie al Mundial, los de la España de Clemente y los cuatro extranjeros, Koeman, Stoichkov, Romario y Gica Hagi, fichado durante el torneo del Brescia. La segunda opción de Cruyff para sustituir a Laudrup. La primera y la ideal, era Rui Costa, pero entre exigencias de unos y reticencias de otros, acabó en la Fiorentina. El equipo había perdido energía, fútbol y profundidad de plantilla. Hagi nunca sería Laudrup, Stoichkov se acabaría tras la búsqueda obsesiva del Balón de Oro y Romario, definitivamente, no tenía ganas de regresar ni de jugar. Era campeón del mundo y así se lo hizo saber a Cruyff. El Espanyol, por contra, vivía días de felicidad. Había regresado a Primera de la mano de un mito madridista como Camacho y era un fiel reflejo de la raza y el empuje de su entrenador. Como lo era un joven central argentino fichado de Newell’s llamado Mauricio Pochettino. Del resto del equipo destacaban dos canteranos y un rumano: El todoterreno Roberto Fresnedoso, el extremo Lardín y el rumano Răducioiu. Una de las revelaciones del Mundial, fichado del AC Milan ante la falta de minutos por la brutal competencia del equipo de Fabio Capello.
En el Barça faltaron Stoichkov y Romario. El primero, aún cumpliendo sanción por su expulsión en la Supercopa ante el Zaragoza. El segundo, esta vez lesionado tras ponerse en rebeldía durante sus vacaciones. Jugó Jordi, el hijo de Johan. De lo mejor que ofreció el equipo durante la temporada. El triste 0-0 de Sarriá debía ser un partido más, una jornada casi en pretemporada en una temporada larguísima que para el Barça comenzó en el Mundial. Pero no fue así. Fue la confirmación de que nada volvería a ser como antes. El Dream Team, definitivamente, ya no era el Dream Team. El sueño de una generación terminó en Atenas y el Espanyol, otra vez el Espanyol, estaba allí para certificar que los buenos momentos de unos, siempre iban acompañados de los malos de otros.
Dos años después, Cruyff dirigiría su último partido del Barça en un 1-1 en Sarriá. El Espanyol terminaría cuarto y el nuevo proyecto del Dream Team se fue con el cese del holandés.