Irrepetible, incontestable y superlativo. Lionel Messi es todo aquello que se proponga
ser. Atrás quedó la crueldad que apoderaba su mente en cada gran torneo con
la Albiceleste. Cuando todo le pesaba y cualquier recorrido se transformaba en
infinito. Pero Leo, con sus 35 años, decidió por fin acercarse a la esencia de su
fútbol. Decidió volver a disfrutar de jugar para su país.
Sin la explosividad en carrera que desnudaba cualquier planteamiento. Sin ese
cambio de ritmo que tantas vidas cobró a lo largo de los últimos años. Pero a
Messi le basta con ser él. Su talento no ocupa lugar y desconoce los límites.
Cómo cualquier genio, disfruta en libertad. Llegando a lugares que aún
desconocemos.
Ayer en Lusail vi a Dios. A un ser supremo, omnipresente y omnisciente. A un
elegido disfrazado de futbolista. En aquel descosido a Gvardiol –al que
compadezco–, sentí la presencia del que todo lo sabe y todo lo puede. A un
adivino de movimientos que protegía el balón como si le fuese la vida en ello.
Messi siempre acostumbró a pensar que lo difícil era fácil, pero aquella jugada
no recordó a nadie. Ni a nada. No es Maradona, no es el vago recuerdo del
antiguo Messi. Es, inesperadamente, el ‘nuevo Messi’.
Me mantuvo pegado a la televisión admirando su presente. Y a sabiendas de que no estamos ante su
versión más brillante, sigue dejando en nosotros la sensación de que hay que
disfrutarlo cada vez más. Hasta que exhale el último suspiro.
Él no lo explica, porque ni siquiera él puede. Y yo nunca lo entenderé, porque
jamás cometeré la imprudencia de asociarle a un banal jugador de fútbol. «Dios
me dio este talento», dice él. Y «tu talento solo está al alcance de un Dios»,
pienso yo. Prefiero no buscar explicaciones lógicas. Opto por la opción de
aferrarme a la creencia de que Messi supone algo más. Y es que cuando Dios
pasa, solo queda rezar.