Somos muchos los culés que, en algún momento, hemos pensado en todo el amor que profesamos a un chaval bajito que responde al nombre de Lionel Andrés Messi. Esto nos deja en una disyuntiva interesante: ¿cómo podemos sentir una emoción tan fuerte por alguien con quien nunca hemos interactuado directamente y que, sin duda, no tiene ni idea de quiénes somos nosotros?
Leo representa para nosotros la esperanza contra el imperio galáctico, vestido con un 19 dorado a la espalda marcando goles de tres en tres y agarrándose el escudo. Leo es el eterno salto, sostenido en el tiempo, antes de mostrar su bota azul al mundo. Leo es una asistencia de Busquets en el centro del campo previa a un slalom que ha dejado de decirse maradoniano para hacerlo con el término messiánico. Leo es todas las faltas que siempre quisimos meter. Leo es todo lo que siempre quisimos ser.
Sin embargo, Leo también es Turín, Roma, Anfield o incluso el Villamarín contra el Valencia. Leo también es todos los sitios donde caímos, donde volvimos a tropezar con la misma piedra. El amor es así, si es de verdad siempre está ahí, aunque la historia se acabe.
La historia se acabó y, sin la intención de buscar culpables (me parece innecesario ahora mismo), es inevitable alegrarnos por él, por nuestro primer amor de la infancia o de la más tierna adolescencia. Detrás vendrán otros, diferentes. Más fugaces o menos, más intensos o menos, pero ninguno podrá igualar todas las primeras veces que sentimos con Leo.
Como lo que ha sucedido hoy en Lusail: nuestro primer mundial, Leo. Al fin y al cabo, nuestro amor por él nos llevó a apoyarle sin pensarlo, pero también nosotros nos merecemos buscar el nuestro de verdad, el que estará con nosotros en nuestros Berlín, París o Londres; pero también en nuestros Turín, Roma o Anfield. Esperemos que, en nuestro caso, sí que lleguemos juntos a Lusail.