Fueron demasiados intentos. Demasiados grandes escenarios en los que Leo
Messi acostumbró a convivir con la pesadilla. Los fantasmas del pasado siempre
rondaron su cabeza en las citas más trascendentales para él: todas aquellas que
involucraban a su país.
Pero desde aquel punto de inflexión en el Maracaná, también bajo un guion al
alcance únicamente de los más optimistas, todo cambió. La presión se convirtió
en disfrute. Y cuando Messi goza, poco más se puede hacer que admirar cada
caricia que proporciona al balón.
Ayer en Lusail no se levantó una Copa del Mundo. Ese trofeo dorado, posado
con delicadeza sobre las manos del ’10’, supuso el alzamiento de un pueblo. Y
sobre todo, de un símbolo de justicia divina que acaba por colocar a Messi en el
escaparate en el que posan unos pocos elegidos.
Resultó satisfactorio verle levantar su relevancia futbolística disfrazada de
trofeo, pero lo verdaderamente trascendental pasaba por ese beso al oro
después de haberlo ansiado durante tanto tiempo. Para después palparlo con la
mayor de las delicadezas, porque sabía que no acariciaba un trofeo, ni tan
siquiera una conquista, sino a aquel Messi que tanto padeció cada derrota con
su país. A aquel jugador superlativo que, a pesar de serlo, veía como se le
escapaba un sueño en el 2014.
36 años después, Leo Messi devuelve la felicidad a un pueblo que plantea el
fútbol como una necesidad vital. No lo podía hacer bajo cualquier guion, y el
fútbol le guardo la gloria en el último cajón de la habitación. Aquel en el que
nunca sueles mirar, pero Messi decidió que igual podía valer la pena.
Todas aquellas finales con desenlaces crueles aguardaban su consagración. Un
cúmulo de desgracias futbolísticas que acaba suponiendo la antesala a levantar
una Copa del Mundo bajo el guion mas idílico posible. El fútbol le reservaba este
Mundial a Messi, y no podía ser otro. Solo podía tener un final a la altura de su
fútbol: de ensueño. Y por fin, Messi besó la gloria y acarició la calma.