“Goce o disfrute físico o espiritual producido por la realización o la percepción de algo que gusta o se considera bueno. Contrasta con el dolor o el sufrimiento, que son formas de sentirse mal”. La definición de placer asusta, y mucho, cuando al leerla en lo primero que pienso es en Leo Messi. En todo aquello que me produce y, sobre todo, en todo aquello de lo que me libra. Ayer el argentino se volvió a coronar como ganador del premio ‘The Best’, galardón cuyo nombre jamás había casado tan bien con su galardonado -bueno sí, en el año 2019-.
Pasan los años, los goles y las asistencias. Pasan para todos, sin excepción. Y en mí, habita la sensación de haber visto pasar -rápido y sin darme cuenta- la mejor experiencia sensorial que estarán al alcance de mis ojos hasta el día en que me muera. Desconozco qué habrá detrás de Messi, supongo que otros muchísimos grandes jugadores. La certeza que tengo es que ninguno de ellos, metan los goles que metan, regateen con la finura con la que regateen, causarán en mí todo aquello que sí me despertó Messi. No les culpo, es cosa mía. Jamás renegaré de Messi como jamás lo haría del fútbol.
Los ídolos de infancia suelen ir acompañados de un carisma que somos incapaces de explicar. De una serie de intangibles que, en muchas ocasiones, no esperamos que los demás comprendan. Recordamos alguna celebración, regate o declaración que nos traslada a un pasado que idealizamos. Y es que a Messi lo carga el diablo, porque abarca desde el cariño hasta lo racional. De pensar que es el mejor hasta saber que será insuperable.
Messi es como tu primera novia. Quizás durante tu vida te cruces con chicas más altas o más guapas, o incluso más inteligentes o empáticas, pero ninguna vuelve a despertar en ti las mismas sensaciones que la primera, que te hizo admirar y reconocer aquellas cosas que no sabías que existían. Messi es la primera cerveza del fin de semana. La primera partida al FIFA cuando llegabas desesperado del colegio. La última esperanza de quien, muy poco a poco, fue desenamorándose del fútbol.
El argentino, productor de fascinación, nos ha acostumbrado a sustituir la definición de imposible por la de común. En una sociedad en la que impera la necesidad de mantenerse entretenido, con estímulos dirigidos hacia todas las direcciones, Messi es de los pocos sujetos que, sin obligarte, despiertan la necesidad de apreciarlo sin interrupción. De entenderlo como irrepetible mientras roza cada balón. Lionel Messi, aunque suene cómico, me recuerda a Tik Tok -aplicación que me he obligado a desinstalar por el vicio que causaba en mi-. En ella deslizas, deslizas y deslizas. Parece que nunca se acaba y siempre te terminas tropezando con algo que te sorprende. Las que son dos de las mayores valías de Messi: su capacidad sorpresiva y de resistencia.
Realmente me abruma la certeza de que ya vimos al mejor. De que por mucho que me fuerce a intentarlo, cualquier otro no llenará mi vacío que me dejaría su marcha. Estoy convencido de que después del argentino habrá de todo, pero que este proyectará una sombra sobre aquellos que aguarde a su espalda. Como un imponente edificio que oscurece las plazas, y por ende, vacía las terrazas. Quizás suene exagerado, y en mi beneficio, ojalá el tiempo de la razón a todos aquellos que piensan así.
Lionel ha dibujado los límites -tendidos hacia el infinito-. Un talento que ha sido capaz de manipular esas líneas y colocarlas a su antojo, sin empatizar con los que vengan detrás de él. Sin compasión, y sí con una autoridad tan desmedida como involuntaria. Sin pretenderlo, fue capaz de empequeñecer al resto de aspirantes. De dibujarlos a mano alzada como muñecos en miniatura. Sin miramientos. Sin señalamientos. Únicamente siendo Messi, y suponiendo ser el ‘The Best’. ¿Y si ya le vi jugar? ¡No sé qué hay después del cielo! ¡Desconozco que habrá detrás de Messi!
ESTADI JOHAN 