Artículo escrito por Diego González (@DGGonzalez_)
A veces me preguntó por qué el fútbol sigue atrapando tanto tiempo de mi vida cuando más aburrido me parece y cuando más disgustos me trae. Y la respuesta me la da partidos como el de ayer.
Quitando la derrota en Almería, la eliminación en la Europa League ya le había quitado mucho del sentido a esta temporada. No por lo que significaba poder volver a levantar un título europeo, sino por ser de nuevo el hazmerreír mientras el Real Madrid daba lecciones en la Champions. La historia ya sumaba incontables ediciones, cayendo fuera de casa, con marcador a favor y con una segunda parte de identidad perdida. Y cómo no, siempre sin competir y sin orgullo. Y ayer, cuando menos favoritismo adquiría el FC Barcelona para dar la cara en el Santiago Bernábeu, el giro radical sorprende y el fútbol muestra su verdadera esencia. La de lo inexplicable.
No hay que engañar nadie. La alineación de Xavi invitaba a que cualquier derrota por la mínima se viese como un resultado positivo. Un empate o una victoria ya parecían como milagrosos. Y más viendo la primera parte. Sin control de la posesión, con una inexistente presión –seña de identidad de Xavi como técnico– y con Courtois de mero espectador. Pero la realidad es que el partido del Barça atraía por cómo estaba aguantando al Real Madrid, especialmente desde el sector derecho con un muro infranqueable formado por Araujo y Koundé. Hasta tal punto que el partido de Vinícius Jr tuvo como principal rival al árbitro, un Munuera Montero representado por ciertas decisiones incomprensibles pero que no ejecutó graves errores.
Por primera vez, me atraía la forma de sobrevivir del equipo azulgrana. Lo que me retrotraía al Cholo y su Atleti por ver el juego sin balón como atractivo. Ahora lo entendía todo. Araujo, Koundé o Gavi reflejaban esa versión-supuestamente- poco ligada a la filosofía del club. Plantando cara a seres superiores, pero ganando las batallas. Araujo a Vinícius Jr, Koundé a Benzema y Gavi a cualquier mediocampista del Real Madrid. Hasta De Jong jugaba con carácter.
Con el paso de minutos, el optimismo cada vez era mayor pese a que el FC Barcelona no pasaba del mediocampo, siempre lastrado por la poca continuidad de Raphinha en la salida de balón y con un Ferran Torres escondido entre Militao y Rüdiger. Pero el fútbol volvió a hacer de las suyas para convertir al español en jugador clave del encuentro tras asistir a Kessié. Y aunque el marfileño falló un gol aparentemente sencillo, el Real Madrid se apegó del infortunio rival con un rebote en propia puerta de Militao y un despeje erróneo de Nacho.
La cara ya había cambiado. 0-1 cuando más se sufría. Realmente, era el típico partido que representaba a la idiosincrasia del Real Madrid, y más en el Santiago Bernabéu. Aguantar, verse sometidos, y todo para terminar triunfando. Un traspaso de ADN puntual, pero que cada vez es más común en el equipo de Xavi. Resultados ajustados y una muralla defensiva prácticamente perfecta. Un daño para los puristas, ya que juego hubo poco salvo alguna salida con sucesivas combinaciones con De Jong en su mejor versión.
La segunda parte fue más de lo mismo. Con excelencias en defensa y dificultades en ataque, y con un gen competitivo que se demanda en aventuras por Europa. Porque pasado un tiempo de sucesivos fracasos, competir es una obligación sea el rival que sea. No tiene por qué ser elegir entre el respeto a la filosofía o apostar por competir. Ambas condiciones son totalmente compatibles. Y solo el tiempo dirá si Xavi consigue unificarlos en un solo concepto. Pero en noches como las de ayer, la otra cara del fútbol me volvió a enganchar a este deporte, donde la pasión y el carácter se sobrepuso a la estética.