Se ceñían los pretorianos cholistas en torno a su líder totémico. El Cholo vociferaba y sus devotos escuchaban. A pocos metros, Setién y Sarabia buscaban el rescoldo en la mirada complaciente de Riqui Puig mientras el rebaño se repartía, como si fueran ganando 3-0 y no hubiese mucho que contar. La imagen era terriblemente clara y concisa durante la pausa por hidratación. Los jugadores del Barça se sienten impunes a la crítica y usan su mastodóntico crédito para apagar cualquier remilgo de queja. No había comentarios ni correcciones, sino deshidratación. Porque, para colmo, la plantilla azulgrana acusa el cansancio como si de un castigo se tratara. No hubo voces en el Camp Nou y de haberlas habido nada habría cambiado. La mediocridad ha inundado al club que hace no tanto se enfundaba en la excelencia.
Resonaba con fuerza la tercera suplencia consecutiva de Antoine Griezmann, el flamante fichaje veraniego. El francés parece haber perdido todo el crédito que tenía con Valverde y se ha evaporado a favor de un Suárez que arrastra su nombre y su grandeza como puede. El uruguayo no está para ir a la guerra, su espada no está afilada y la armadura le pesa el doble. Luis quiere morir con las botas puestas, y Setién parece haber claudicado ante esta sugerencia que se parece mucho a la que daban los Corleone en El Padrino. Arrancaba el partido de forma agitada, con el Barça buscando olvidar sus penas a costa de un Atleti que mordía, amenazando en resquebrajar la teórica estructura culé. A Carrasco le bastaron dos minutos para ver que no era estructura, sino espejismo. Marcaba Diego Costa en propia meta en la que fue el espejo triste y nostálgico de la noche: que Costa y Suárez son dos figuras que nos recuerdan el tempus fugit que tanto nos quita el sueño. La viva imagen del paso del tiempo.
Que el confinamiento iba a hacer del fútbol algo mucho menos vistoso y comestible estaba claro. Los errores se multiplican, como el niño que vuelve al cole tras el verano y se ha vuelto disléxico. Pérdidas y penaltis tontos. El de Arturo Vidal a Carrasco como resumen del partido. El chileno ha vuelto del parón como un avión. Pero solo en el plano físico. Corre para tapar los huecos que él mismo genera y estampa todo lo que encuentra. Vidal, que juega porque siempre se ocupa de mimar a Messi, de rellenar y vaciar los espacios que Leo demanda, no encuentra ni en la figura paterna del 10 un rescoldo sobre el que argumentar su titularidad. De nuevo fue Riqui Puig quien volvió a rebelarse contra la mediocridad. El canterano parece vivir ajeno al ruido mediático, a la morbosidad de la declaración y la imagen, como en una burbuja donde lo que importa es, de hecho, lo que acaece a todos los aficionados: el juego. Juega y hace jugar. Fluye. Tiene la energía de dos equipos porque siente el fútbol desde el estómago. Pero nadie, excepto Leo, entiende ya este lenguaje.
Messi tuvo que marcar su gol 700 de Panenka. Ante Oblak. El destino, incluso dentro del caos, tiene esos guiños preciosos. Pero ni el tanto precioso de Messi evitó que, pocos minutos después, una torpeza de Semedo dejase de nuevo al Barça contra su propia imagen. Penalti y casi parada de un Ter Stegen que ya vio como se frustraba su primera intentona. El alemán está convencido de que ganar es posible, su fe y sus manos son de hierro, aunque el entorno haga todo lo posible para resquebrajarlo. No hubo mejor imagen que la decrepitud de este Barça que en un pase malo de Semedo y un sombrero, genial, de Messi como respuesta a la adversidad. Es una metáfora preciosa porque recoge lo que este club ha venido haciendo. Darle mierda, mucha mierda, a un Leo que casi siempre la convirtió en oro.
El Atlético de Madrid rajaba cada vez que robaba el balón, con un XI ofensivo, fresco y joven. Lenglet y Piqué resistían los envites de forma heroica. La inteligencia siempre se impone. Pero no bastaba ante un ataque poco flexible, con una lentitud propia de un equipo de veteranos y una rigidez desde el banquillo que responde al miedo, que nace del privilegio. Setién sabe que ser entrenador del FC Barcelonaes un privilegio, y esto conlleva un miedo terrenal, humano, a la pérdida. No quiere perder. Y va a morir de rodillas. El Barça chocaba con un muro y hasta el 83 no hubo signo de vitalidad. El Atlético parecía jugarse la Liga con un Cholo que metía toda la artillería mientras Setién y Sarabia miraban el panorama con cara de «y qué quieres que haga». Ansu Fati entró y Griezmann lo hizo en el 90, más por necesidad de hacer constarlo en acta que por una fe genuina en la victoria.
No queda rastro del confeti colorido que Griezmann lanzó al cielo en su debut en el Camp Nou. No quedan sonrisas, nada. Su entrada escenifica la deriva autodestructiva del club. Griezmann, que simbolizaba ilusión, ha terminado siendo más un problema que una solución. No hay lugar para el confeti en el FC Barcelona.