Es imposible pensar en la crónica deportiva y no pensar en Ramon Besa. Lleva mimando este género desde hace muchos, muchísimos años. Nos sentamos en su despacho, abarrotado de dossiers, periódicos, libros. Libreta en la mesa y boli en mano. Todo lo que uno piensa de un periodista. El romanticismo sigue vivo. Su rostro, de mirada viva, como si le quedara todo por aprender esconde horas y horas de saber contar partidos, de narrarlos cuando ya se han visto. Hablar de la crónica en tiempos de saturación de imágenes es difícil, cada vez hay menos tiempo para leer, para pensar, para procesar. El cronista tiene cada vez más enemigos.
Besa habla reposado, con el tono seguro de quién lleva años peleando en las trincheras, asfixiado por el tiempo, “el gran enemigo”. El cronista es una figura de costumbres, de tics, de manías. “Procuro no perder algunas rutinas. Visualizo el partido como si fuera un jugador o un entrenador”. Así de serio es esto. El cronista trabaja con los sentimientos, el ambiente, los gestos. Su material es volátil y sensible al ojo de cada uno. “Procuro fijarme mucho en el calentamiento; ahí hay muchas pistas sobre el partido”, apunta Besa, que confiesa que es un detalle al que le hizo prestar atención Johan Cruyff. Todo el mundo acepta los consejos de Johan. No solo los jugadores o los entrenadores son parte de la crónica. La gente, el aficionado, son un alimento indispensable que dibujan el contorno de un partido.
Un día, el escritor mallorquín Jaume Pons Alorda me dijo que, como decía Blai Bonet, “la poesía es un combate de boxeo”. Para Besa, la crónica es una lucha constante entre “lo que piensas que va a pasar, y lo que pasa”. Suena el silbato, rueda el balón, y empieza a escribir. La importancia de haber pensado y visualizado el partido ayuda a romper con la hoja en blanco, pero el fútbol es imposible, y en sus mil derroteros, siempre habrá uno que no has concebido, el que joderá el texto. El cronista deportivo vive en un hangar, y solo tiene su mente y el partido.
“El tiempo es muy cabronazo”. Trabaja siempre con el reloj en contra, los segundos son dagas afiladas, los minutos, cemento que sepulta. “Manejarte en el tiempo te lo da la experiencia. He estado muchas veces contra las cuerdas”, recuerda. Ahora, con miles de crónicas en sus espaldas, el tiempo sigue asustando, pero no tanto. Es muy exigente. Tanto, que explica que “si un gol en el 91 te obliga a cambiar la crónica es que no has leído bien el partido”, como si fuera un entrenador. Como si el fútbol se pudiese controlar. Mientras habla parece que busque las palabras en sus crónicas. Las mide, las elige de forma concienzuda. Su hablar es como su crónica; engancha, pero tiene pausas.
“Hay partidos que no valen una mierda”, dice mientras fija su mirada en la mía. “Tienes que ser capaz de llamar la atención del lector con un detalle, una historia, algo”. A pesar de que el partido no valga nada, que no haya goles ni disparos, siempre habrá una historia que explicar, o el periodista debe ser capaz de encontrarla. El material con el que trabaja el cronista es traicionero. Nunca brilla de la misma forma, pero él debe hacer brillarlo siempre. Recuerda una crónica que empezó no siéndola. En Kaiserslautern (1992), Ramon Besa hizo una editorial. Pidió la dimisión de Cruyff, de Núñez, rajó del equipo. Pero un gol, el de José Mari Bakero en el tiempo añadido, le hizo cambiar el relato. Tabula rasa. Poco después, el FC Barcelona sería campeón de Europa por primera vez.
Ramon Besa tiene muy claro el mal del cronista. “Estás muerto cuando pretendes trascender como periodista que dicta doctrina y no como periodista que explica lo que pasa”. El lenguaje como forma de automasturbación. Besa, como Messi, se ha reciclado, ha cambiado. “Antes hacía mucho uso de las metáforas, ahora soy mucho más descriptivo. Me preparaba los partidos con citas, tenía miedo a la hoja en blanco”. El equilibrio, que está tan de moda en el argot futbolístico, es la clave en un buen periodista. “Tener estilo sin empacharte de él”, explica Besa acomodado en su silla.
“Cuando leo la crónica siempre pienso que la escribiría de otra forma”. Escribir es perder siempre, y la derrota es el mayor aprendizaje que existe.
Su despacho es como un taller. O eso pienso. La crónica, un producto artesanal, cocido a fuego lento pero sin tiempo, una paradoja que define a la perfección lo que es el cronista: un tipo que escribe sosegado pero sin tiempo para pensar. Las vistas invitan a fijarse en el ordenador y abandonar la esperanza de detectar nada destacable en el exterior. Se oye el murmullo de la redacción. Una palabra casi obsoleta para los de mi generación. Un vestigio del pasado, viviente. Durante una hora parezco flotar en los años 50.
Ha llegado el momento. Le pregunto por Messi. El cronista disfruta y sufre a Messi. Tiene que enfrentarse a la Genialidad cada tres días, al adjetivo usado, a la metáfora, a la imagen, a la palabra. Messi revienta cualquier crónica, Messi las aniquila. Aun así, me confiesa que “no me canso de Messi”. Lo dice tranquilo, seguro. Y yo me tranquilizo. Tras Messi, llega Liverpool. Es inevitable, la vida es una montaña rusa, mis preguntas parece que también. Me cita a Javier Marías: “El fútbol es un retorno constante a la infancia”. Pero con la edad, lo ha aprendido a relativizar. Liverpool, me confiesa, le dejó con ganas de hacer editoriales, de despotricar, de poner el grito al cielo. No era para menos. Pero, tras terminar el partido, aprovechó la ciudad que había condenado al Barça para sanar la herida. Fue de pub en pub escuchando música en directo, rindiendo homenaje a la ciudad Beatle el día en el que volvía a Morir Messi. “Me pasó la mala leche”.
¿Qué es una buena crónica? Como cronista embrionario, esta es una pregunta que me hago a menudo. Es un género extraño, a caballo entre lo subjetivo y lo objetivo. “Debe tener un relato, tiene que haber una historia que cuando la terminas dices “¿ya está? Quería más”. Debes ser capaz de enganchar al lector, que no se detenga, que tenga musicalidad. Pero tiene que haber descansos, es una de las armas que tenemos los cronistas. Los puntos, las comas: los dos puntos.
Los párrafos.
Jugar con el ritmo.
No se debe forzar el lenguaje. Es un juego”.
En dos minutos, más de lo que he aprendido en cuatro años en la universidad.
Terminamos, cómo no, hablando del FC Barcelona. Ha cubierto el mejor Barça de la historia, el que yo conozco. Yo nací con la final de París, allí tomé consciencia futbolística. Lo anterior, me suena a chino. Él, que ha estado en todas, lo tiene claro. “Messi no puede ser el principio de este equipo. En el mejor FC Barcelona de la historia había un equipo detrás, Leo era la guinda del pastel, el que lo condicionaba todo, pero el equipo no nacía y moría en él”. Ahora, el Barça, soñoliento, se ha rendido a los pies de Leo. Ha caído. Y Messi ya lo es todo. “No se puede reproducir el tridente, hay que hacer un equipo”.
Nos despedimos en el ascensor, mientras pienso en cómo hacer una crónica sobre un cronista. Me pregunto cuántos partidos más de Lío le toca narrar a Ramon Besa.