«Calma, calma»

Seis meses en Portugal pueden reducir el fatalismo drásticamente

Columna de Joan Cebrián (@Motijoan)

Seis meses de Erasmus dan para muchas cosas. En función de la ambición personal de cada uno -una «paja mental» de toda la vida- pueden ser insuficientes o inimaginables hasta la fecha. Personalmente, soy de los segundos por el simple hecho de tener que combinar los estudios con el trabajo. Mi salida al extranjero tampoco ha sido la más enfocada a fardar en redes sociales: Portugal, un país tan apreciado para mí como infravalorado por muchísimos europeos. Pero debo admitir que, lo que menos me esperaría después de medio año en el país vecino, es que una de los aspectos que más me marcaría es uno de sus proverbios: «calma, calma».

Alguna vez he explicado por aquí cómo el hecho de estar lejos de lo que consideras tu hogar refuerza todavía más tu identidad o los pensamientos con los que llegabas a tu nueva ciudad. Da igual si se experimenta en una mañana tomándote un café en la Rúa Arroios o llevando una merluza considerable en una goodbye party, sin que el goodbye sea necesario. La adaptación es otro de los grandes melones del Erasmus y muchos aspectos de la vida. En Lisboa, la ciudad elegida, el idioma no supuso un problema: el portugués no es tan fácil como parece, pero siendo catalán te las puedes apañar. Ese mismo hecho facilita amistades con según qué lisboetas, muestras una mínima crítica al estado español y te dejan de mirar inquisitoriamente. ¿Lo de vivir solo? Ningún problema, faltaría más. Sin embargo, a mi nadie me dijo ni me hizo reflexionar sobre que lo más jodido sería el cambio de ritmo.

Mis primeras semanas en Portugal se resumen en estar desubicadísimo, fingir que no tenía vergüenza ninguna para poder aparentar que soy un ser funcional y llevar el acelerón que implica una ciudad como Barcelona. Impaciencia porque la gente llega tarde, no tener hecho al pie de cañón todo lo que tenías planeado en una agenda, etc. Pero había una frase que sonaba desde el primer día: «calma, calma». La muletilla era imprescindible y muchos portugueses lo transmitía en la rutina. ¿Que no queda café? «Calma, calma». ¿Que la clase empieza a las 10:00 y el profesor llega a las 11:40? «Calma, calma». ¿Dejar un coche en medio de la rotonda de Marqués de Pombal -de las más concurridas de Lisboa- a costa de joder el tráfico y que te la sude? «Calma, calma».

Pocas cosas más portuguesas hay que ese desasosiego que reduce el ritmo. No hace falta ir estresado a no ser que sea imprescindible. Para alguien con un cuadro de ansiedad interesante -por llamarlo de alguna forma- era un reto, pero al final uno se acaba acostumbrando. Y lo más importante: se despide agradeciendo la lección aprendida. Si estás mucho tiempo en la ciudad, Lisboa -la capital con menos ritmo de capital que he visto en mi vida- te enseña a no apresurarte más de lo necesario con los problemas. Te agarra del brazo, te invita a tomarte un café o una ginjinha y te hace analizar la situación. Minimizar daños de la forma más eficaz posible, algo que muchas veces pasa por darse cuenta de que hay cosa que no valen tanto la pena como parecen.

Ahora es normal que el FC Barcelona se encuentre estresado con el parón de las selecciones. Ronald Araújo, Jules Koundé, Frenkie de Jong y Memphis Depay se han ido lesionados. La situación es surrealista hasta el punto en el que el jugador más cuerdo de todos ha sido Ousmane Dembélé admitiendo que no debe forzar si está tocado. La preocupación es lógica, sin embargo, muchos blaugranas han caído en el fatalismo. Que «qué va a hacer el Barça sin dos de sus mejores centrales», que si los jugadores priorizan el Mundial antes que el Barça, que incluso las piezas no tan relevantes no estarán disponibles para el primer tramo importante, etc. A todos estos culers les falta aprender del proverbio portugués: «calma, calma».

Si la plantilla del FC Barcelona se ha reforzado tanto durante el pasado verano es precisamente para evitar solares como los que llevamos viviendo durante los últimos dos años. El perfil de lateral derecho que tienen Araújo y Koundé quedan en el aire, pero al Barça soluciones no le faltan. El equipo cuenta con un lateral «puro» como Héctor Bellerín y, en el caso de ser necesario, ya ha demostrado que puede cubrirse a la perfección con un 3-4-3 sin renegar de la amplitud de los extremos o la profundidad de los interiores para recibir en el intervalo generado entre la línea defensiva y de mediocentros. Precisamente tampoco faltan ni interiores ni delanteros, por lo que no nos encontramos ni mucho menos en un contexto en el que se dependa de una genialidad individual de Robert Lewandowski como sí sucedía con Leo Messi.

Una parte del barcelonismo se ha apresurado en estar estresado, porque al fin y al cabo vivir en horas bajas te mantiene siempre alerta. Sin embargo, ahora lo mejor que puede hacer es abrazar la cultura portuguesa con el «calma, calma». Que Barcelona le agarre de la mano para sentarle en cualquier calle medianamente agradable -a poder ser, sin los efectos del turismo masificado- para pensar en soluciones. Las herramientas las tiene, ahora le falta obtener la paciencia para que no cunda el pánico. Sin dejar al lado la importancia del siguiente octubre, el Barça debe acompañar la ausencia de espejos en su casa con sudapollismo ante el fatalismo blaugrana. Las cosas de palacio van despacio y la buena letra siempre es bien recibida.

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